Las calles de este tiempo
van a dar a una pecera,
las manos ya no palpan,
las manos ya no palpan,
las miradas son de cera,
la gente va adaptándose a nadar
y hace maromas
por entrar a las vidrieras.
El nuevo dios un maniquí
la gente va adaptándose a nadar
y hace maromas
por entrar a las vidrieras.
El nuevo dios un maniquí
dentro de un reino de Babel
donde el idioma universal es de papel
los peces se retractan de la mar
van a la iglesia a des-orar
y en el altar dejan la piel.
No hay que reír,
no hay que llorar,
no hay que decir,
no hay que escuchar,
ni maldecir,
ni que adorar,
ni descubrir,
ni que inventar:
la vida viene hecha
en una caja de cristal.
Voy como autómata por las calles, creyéndome un ser libre cuando en realidad estoy dentro de una gran burbuja de ilusiones, deseando objetos, y más objetos, buscando una felicidad que no es más que un espejismo, de ahí que cada día me encierro más en mí mismo —solo pensando en mí mismo—, en cómo llegar a tener lo que está de moda, lo que acaba de salir al mercado: mi vida consiste en eso... ¡y hay tanto para escoger! Tanto que nunca llego. Me deprimo, pero también los comerciales dan miles de soluciones para salir del bache, todas más de lo mismo.
Alguien, con un mando invisible, está del lado de allá de la burbuja, somos millones dirigidos por el gran mercader imperial.
Aquí va la tercera (y final) de las partes en que he divido este cardinal artículo que desmenuza el gran sistema ideológico que ha montado el capitalismo, en su etapa de sociedad de consumo para sostenerse; un sistema de opresión que nos esclaviza descerebrándonos. donde el idioma universal es de papel
los peces se retractan de la mar
van a la iglesia a des-orar
y en el altar dejan la piel.
No hay que reír,
no hay que llorar,
no hay que decir,
no hay que escuchar,
ni maldecir,
ni que adorar,
ni descubrir,
ni que inventar:
la vida viene hecha
en una caja de cristal.
Voy como autómata por las calles, creyéndome un ser libre cuando en realidad estoy dentro de una gran burbuja de ilusiones, deseando objetos, y más objetos, buscando una felicidad que no es más que un espejismo, de ahí que cada día me encierro más en mí mismo —solo pensando en mí mismo—, en cómo llegar a tener lo que está de moda, lo que acaba de salir al mercado: mi vida consiste en eso... ¡y hay tanto para escoger! Tanto que nunca llego. Me deprimo, pero también los comerciales dan miles de soluciones para salir del bache, todas más de lo mismo.
Alguien, con un mando invisible, está del lado de allá de la burbuja, somos millones dirigidos por el gran mercader imperial.
La publicidad comercial como propaganda de la ideología consumista/capitalista
Tomado de La Gran Lucha.com
Crítica y actualidad de la sociedad consumista/capitalista
Crítica y actualidad de la sociedad consumista/capitalista
Nuestra vida cotidiana está invadida por la publicidad, con infinitud de anuncios presentes en todos los ámbitos de nuestras vidas y de toda clase de productos y servicios, llenos de mensajes sugerentes, imágenes sensuales y reclamos psicológicos de todo tipo. Esto hace de la publicidad un elemento omnipresente del cual es prácticamente imposible escapar, a menos que tuviéramos todos nuestros sentidos incapacitados o viviésemos aislados de todo contacto con la sociedad consumista, sus gentes y sus tecnologías. Desde que tenemos uso de razón somos el objetivo de miles de anuncios o referentes simbólico-mediáticos de todo tipo que pretenden que hagamos de sus mensajes algo nuestro cuando vemos u oímos un anuncio en radio o televisión, alguna foto en prensa, un cartel por la calle o una marca pegada a unos vaqueros. Van a por nosotros, quieren el dominio de nuestra consciencia para ponerla al servicio de su mensaje, y aún de nuestra inconsciencia. La Publicidad es tan poderosa, que miremos donde miremos siempre podremos encontrar algo relacionado con ella, ya sea un simple logotipo, una marca, o un anuncio publicitario propiamente dicho. Es como Dios, está en todas partes. Todas las opciones ofrecidas por esta omnipresente lluvia de ideas que es la publicidad se vinculan, eso sí, con un mismo nexo, en este caso la centralidad de la sociedad de consumo y sus valores inherentes como referentes simbólicos de la vida social.
La publicidad comercial, los publicistas que la diseñan, llevan años trabajando para que la gente reciba subliminalmente el mensaje de que la juventud, la salud, la virilidad, la feminidad, la masculinidad, el éxito social, y tantas otras cosas por el estilo, dependen de lo que uno compra. Para ello se publicita siempre la misma imagen de lo que todos debemos ser: jóvenes, ricos, guapos, socialmente exitosos, felices. La simbología asociada por la publicidad a todos y cada uno de estos estereotipos del hombre o la mujer ideal, se constituyen en auténticos referentes de la vida social de una inmensa mayoría de los ciudadanos y ciudadanas. “La belleza, la eterna juventud, el éxito, la clase, el placer, la armonía de la naturaleza y el mundo, entre otros muchos valores, son puestos en escena por la publicidad para vender un universo simbólico asociado a los productos. Todo vale para el logro de este proceso de análisis y síntesis comunicacional: la proyección de nuestros deseos y aspiraciones, las sugerencias de éxito y virilidad, el encanto del sexo, la invitación a la aventura, la fabulación de mundos y universos imaginarios. La publicidad explota corporativamente los rituales culturales, los mitos y valores que conforman normativamente la estructura sociocultural de un universo simbólico dado, centralizando los atributos de sociabilidad en el propio objeto de mercadeo” (Sierra, 1999).
Arrastrados por la simbología casi onírica que se esconde tras la publicidad, los hombres y mujeres construyen sus existencias cotidianas en torno a un estilo de vida que necesita del mercado para ser continuamente satisfecho en sus pretensiones más profundas. La publicidad comercial es despiadada y no respeta géneros ni edades; todos somos potenciales víctimas de su influencia y su poder de persuasión. Mientras sus técnicas y tácticas sigan centrándose en destripar nuestras características psicológicas más sensibles, el mensaje publicitario seguirá llegando hasta nosotros con una fuerza imposible de controlar. Sus códigos simbólicos nos seguirán invadiendo y sus hermosas fantasías seguirán marcando el camino por el cual debemos transitar ciegamente en busca del éxito prometido. La publicidad comercial, entonces, “es aquél espectáculo efímero y en eterna reproducción que mediatiza continuamente las relaciones sociales, siendo todo lo vivido directamente apartado en una representación, en una relación social entre personas mediatizada por imágenes y símbolos” (Guy, 1999). La lógica de la cosificación se hace presente, inconfundiblemente, en estos discursos culturales: sólo en la medida en que adquiere mercancías la persona adquiere una identidad reconocida. Es el objeto el que le presta significado (Severiano, 2005). El consumidor no es sujeto, sino objeto. No es esencia, sino accidente. La publicidad misma se constituye en sujeto de transmisión cultural.
La publicidad comercial ha aprovechado muy eficazmente la capacidad comunicativa que desde siempre se ha conocido a los iconos, las señales y los símbolos. De hecho, la marca, el logotipo comercial por excelencia, amén de ser uno de los elementos clave de la comunicación comercial es el resultado de todo esto. Cuando un símbolo está muy normativizado y tiene una función bien definida, su capacidad comunicativa es enorme. Lo publicistas lo han sabido desde que su actividad se convirtió en una comunicación de masas. La publicidad comercial se inserta en la cultura a través de la iconografía que se desprende de todas y cada una de las marcas, especialmente de aquellas con una mayor repercusión social, pero también a través de los códigos simbólicos impresos en las relaciones sociales desprendidas de la cultura misma. Iconos y símbolos hermenéuticos son recursos publicitarios por excelencia. La publicidad comercial modela, estructura y determina nuestro modo de percepción mediatizando el lenguaje y la cultura cotidiana de los ciudadanos, a través de la manipulación impune de la simbología social arrastrada durante siglos por la cultura en su constante evolución. La publicidad comercial pretende representar mediante marcas y símbolos socioculturales el modelo presente de la vida económica socialmente dominante, así como la afirmación de una elección ya hecha en la producción de los objetos a consumir (Guy, 1999). Impone las necesidades económicas del sistema capitalista de consumo a través de iconos y símbolos que sirven para movilizar los deseos de las masas. El sistema económico necesita de un constante ciclo productivo basado en la producción, venta, consumo y renovación de los productos fabricados y ofertados por los capitalistas. Sólo así es posible mantener siempre al alza el crecimiento económico de este sistema económico consumista-capitalista. De nada sirve producir y no vender, como de nada sirve producir bienes de consumo no perecederos, cuyo uso podrá ser prolongado en el tiempo por el comprador de manera indefinida. Los productos que se venden deben ser prontamente consumidos en su uso, para que así el comprador tenga la necesidad de acudir nuevamente el mercado a renovar la mercancía gastada.
Pero como distintos productos (distintas zapatillas) poseen el mismo valor de uso (proteger los pies), resultaría muy difícil obligar a las personas a comprarlos masivamente, con uno bastaría hasta el fin de su vida útil. Por ello, la industria inventó las marcas, que diferencian entre sí unos mismos productos con idéntico valor de uso, no tanto por su calidad en cuanto a materia prima o artesanía, o por su esperanza de vida útil, como por su valor simbólico. Por eso la industria inventó también las modas fugaces y pasajeras, donde el valor simbólico de un determinado producto va decayendo a medida que aparecen nuevos productos actualizados con un mismo valor de uso. Las marcas ayudan a establecer diferencias simbólicas donde en realidad existe un mismo valor de uso, y las modas garantizan que aun cuando la esperanza de vida útil de un determinado producto pueda ser prolongada, la pérdida de valor simbólico asociada a la aparición en el mercado de nuevos productos con idéntico valor de uso, pero con un mayor valor simbólico en la coyuntura social del momento, haga que el consumidor acuda a renovar la mercancía antes incluso de que ésta agote su vida útil. Así, una misma persona no sólo preferirá tener la marca que goce de un mayor prestigio social en cuanto a su valor simbólico, sino que, además, irá adquiriendo nuevos productos de esa misma marca a medida que vayan apareciendo en el mercado y sustituyendo a los anteriores como los que gozan en el momento de un mayor prestigio social en cuanto a su valor simbólico. Si las Zapatillas Nike X eran ayer lo máximo en el mercado en cuanto a su valor simbólico de cara a determinado estereotipos sembrados entre los adolescentes, que harán que éstos aspiren a tener unas Nike X en lugar de unas zapatillas de cualquier otra marca y modelo, con la aparición hoy de las nuevas Nike Y, que vienen a sustituir a las Nike X como lo máximo en el mercado en cuanto a su valor simbólico entre esos mismos adolescentes, el adolescente que ayer estaba satisfecho con sus Nike X, ahora aspirará a tener unas Nike Y, aunque las Nike X sigan siendo perfectamente útiles para la función de uso que se les presupone. No estarán rotas, pero querrán cambiarlas por unas “nuevas”. El valor simbólico del producto así lo impone. Para ello, para que este ciclo sea constante y se renueve a sí mismo continuamente, la publicidad comercial explota las necesidades y deseos del consumidor para revestir determinados productos y servicios de imágenes, símbolos y proyecciones imaginarias.
Así pues, desde el punto de vista de un análisis del simbolismo publicitario, podemos hablar de dos elementos de la publicidad donde el factor simbólico adquiere su importancia fundamental: Las marcas y lo que podríamos llamar como el mundo onírico de la publicidad comercial.
La publicidad comercial, los publicistas que la diseñan, llevan años trabajando para que la gente reciba subliminalmente el mensaje de que la juventud, la salud, la virilidad, la feminidad, la masculinidad, el éxito social, y tantas otras cosas por el estilo, dependen de lo que uno compra. Para ello se publicita siempre la misma imagen de lo que todos debemos ser: jóvenes, ricos, guapos, socialmente exitosos, felices. La simbología asociada por la publicidad a todos y cada uno de estos estereotipos del hombre o la mujer ideal, se constituyen en auténticos referentes de la vida social de una inmensa mayoría de los ciudadanos y ciudadanas. “La belleza, la eterna juventud, el éxito, la clase, el placer, la armonía de la naturaleza y el mundo, entre otros muchos valores, son puestos en escena por la publicidad para vender un universo simbólico asociado a los productos. Todo vale para el logro de este proceso de análisis y síntesis comunicacional: la proyección de nuestros deseos y aspiraciones, las sugerencias de éxito y virilidad, el encanto del sexo, la invitación a la aventura, la fabulación de mundos y universos imaginarios. La publicidad explota corporativamente los rituales culturales, los mitos y valores que conforman normativamente la estructura sociocultural de un universo simbólico dado, centralizando los atributos de sociabilidad en el propio objeto de mercadeo” (Sierra, 1999).
Arrastrados por la simbología casi onírica que se esconde tras la publicidad, los hombres y mujeres construyen sus existencias cotidianas en torno a un estilo de vida que necesita del mercado para ser continuamente satisfecho en sus pretensiones más profundas. La publicidad comercial es despiadada y no respeta géneros ni edades; todos somos potenciales víctimas de su influencia y su poder de persuasión. Mientras sus técnicas y tácticas sigan centrándose en destripar nuestras características psicológicas más sensibles, el mensaje publicitario seguirá llegando hasta nosotros con una fuerza imposible de controlar. Sus códigos simbólicos nos seguirán invadiendo y sus hermosas fantasías seguirán marcando el camino por el cual debemos transitar ciegamente en busca del éxito prometido. La publicidad comercial, entonces, “es aquél espectáculo efímero y en eterna reproducción que mediatiza continuamente las relaciones sociales, siendo todo lo vivido directamente apartado en una representación, en una relación social entre personas mediatizada por imágenes y símbolos” (Guy, 1999). La lógica de la cosificación se hace presente, inconfundiblemente, en estos discursos culturales: sólo en la medida en que adquiere mercancías la persona adquiere una identidad reconocida. Es el objeto el que le presta significado (Severiano, 2005). El consumidor no es sujeto, sino objeto. No es esencia, sino accidente. La publicidad misma se constituye en sujeto de transmisión cultural.
La publicidad comercial ha aprovechado muy eficazmente la capacidad comunicativa que desde siempre se ha conocido a los iconos, las señales y los símbolos. De hecho, la marca, el logotipo comercial por excelencia, amén de ser uno de los elementos clave de la comunicación comercial es el resultado de todo esto. Cuando un símbolo está muy normativizado y tiene una función bien definida, su capacidad comunicativa es enorme. Lo publicistas lo han sabido desde que su actividad se convirtió en una comunicación de masas. La publicidad comercial se inserta en la cultura a través de la iconografía que se desprende de todas y cada una de las marcas, especialmente de aquellas con una mayor repercusión social, pero también a través de los códigos simbólicos impresos en las relaciones sociales desprendidas de la cultura misma. Iconos y símbolos hermenéuticos son recursos publicitarios por excelencia. La publicidad comercial modela, estructura y determina nuestro modo de percepción mediatizando el lenguaje y la cultura cotidiana de los ciudadanos, a través de la manipulación impune de la simbología social arrastrada durante siglos por la cultura en su constante evolución. La publicidad comercial pretende representar mediante marcas y símbolos socioculturales el modelo presente de la vida económica socialmente dominante, así como la afirmación de una elección ya hecha en la producción de los objetos a consumir (Guy, 1999). Impone las necesidades económicas del sistema capitalista de consumo a través de iconos y símbolos que sirven para movilizar los deseos de las masas. El sistema económico necesita de un constante ciclo productivo basado en la producción, venta, consumo y renovación de los productos fabricados y ofertados por los capitalistas. Sólo así es posible mantener siempre al alza el crecimiento económico de este sistema económico consumista-capitalista. De nada sirve producir y no vender, como de nada sirve producir bienes de consumo no perecederos, cuyo uso podrá ser prolongado en el tiempo por el comprador de manera indefinida. Los productos que se venden deben ser prontamente consumidos en su uso, para que así el comprador tenga la necesidad de acudir nuevamente el mercado a renovar la mercancía gastada.
Pero como distintos productos (distintas zapatillas) poseen el mismo valor de uso (proteger los pies), resultaría muy difícil obligar a las personas a comprarlos masivamente, con uno bastaría hasta el fin de su vida útil. Por ello, la industria inventó las marcas, que diferencian entre sí unos mismos productos con idéntico valor de uso, no tanto por su calidad en cuanto a materia prima o artesanía, o por su esperanza de vida útil, como por su valor simbólico. Por eso la industria inventó también las modas fugaces y pasajeras, donde el valor simbólico de un determinado producto va decayendo a medida que aparecen nuevos productos actualizados con un mismo valor de uso. Las marcas ayudan a establecer diferencias simbólicas donde en realidad existe un mismo valor de uso, y las modas garantizan que aun cuando la esperanza de vida útil de un determinado producto pueda ser prolongada, la pérdida de valor simbólico asociada a la aparición en el mercado de nuevos productos con idéntico valor de uso, pero con un mayor valor simbólico en la coyuntura social del momento, haga que el consumidor acuda a renovar la mercancía antes incluso de que ésta agote su vida útil. Así, una misma persona no sólo preferirá tener la marca que goce de un mayor prestigio social en cuanto a su valor simbólico, sino que, además, irá adquiriendo nuevos productos de esa misma marca a medida que vayan apareciendo en el mercado y sustituyendo a los anteriores como los que gozan en el momento de un mayor prestigio social en cuanto a su valor simbólico. Si las Zapatillas Nike X eran ayer lo máximo en el mercado en cuanto a su valor simbólico de cara a determinado estereotipos sembrados entre los adolescentes, que harán que éstos aspiren a tener unas Nike X en lugar de unas zapatillas de cualquier otra marca y modelo, con la aparición hoy de las nuevas Nike Y, que vienen a sustituir a las Nike X como lo máximo en el mercado en cuanto a su valor simbólico entre esos mismos adolescentes, el adolescente que ayer estaba satisfecho con sus Nike X, ahora aspirará a tener unas Nike Y, aunque las Nike X sigan siendo perfectamente útiles para la función de uso que se les presupone. No estarán rotas, pero querrán cambiarlas por unas “nuevas”. El valor simbólico del producto así lo impone. Para ello, para que este ciclo sea constante y se renueve a sí mismo continuamente, la publicidad comercial explota las necesidades y deseos del consumidor para revestir determinados productos y servicios de imágenes, símbolos y proyecciones imaginarias.
Así pues, desde el punto de vista de un análisis del simbolismo publicitario, podemos hablar de dos elementos de la publicidad donde el factor simbólico adquiere su importancia fundamental: Las marcas y lo que podríamos llamar como el mundo onírico de la publicidad comercial.
Las Marcas
La marca es un signo distintivo que permite reconocer dicho producto entre todos los demás. Las marcas han pasado a ser toda una mitología en la sociedad consumista-capitalista, la marca no es solo un signo o un nombre, sino que además de identificar el producto pone en marcha connotaciones afectivas. Las marcas se presentan asociadas a valores añadidos como prestigio, distinción, elegancia, nivel económico, popularidad o admiración. El éxito de una marca, frente a otras de igual calidad, no reside en el producto, sino en los valores añadidos (Lorenzo González, 2002). La marca funciona como señuelo que identifica y reclama al consumidor. Se trata, en cierto modo, de una forma de jerarquización y distinción del mercado, estratificando la demanda en un proceso de individualización y diferenciación social que discrimina y unifica, a la vez, paradójicamente, el consumo social. La marca posiciona e identifica, pues, tanto al producto como a los consumidores, desmaterializando el acto de consumo público mediante los atributos simbólicos que integran a los consumidores en el valor de cambio imaginario del producto, a condición de dotar de vida y existencia subjetiva metafóricamente a los objetos y productos finales de la circulación de capital (Sierra, 1999). La imagen que los ciudadanos asocian a una determinada marca resulta de una combinación de factores físicos y emocionales que finalmente le otorgan una identidad propia y la diferencian de los productos de la competencia con una misma naturaleza y función de uso. Son las características emotivas, no funcionales, creadas por el hombre, el envase, por tanto, las que determinan el simbolismo de una marca. Es ese “valor añadido” el que permite a una empresa justificar para un producto un precio superior a la media, y que hace que los consumidores, a pesar de ello, acudan en masa a comprarla buscando los códigos simbólicos que se asocian con ella, y, en consecuencia, los supuestos beneficios, desde un punto de vista social, que tales códigos podrán proporcionarle al portador de dicha marca.
La marca es un motor Simbólico. Su combustible está integrado por elementos tan dispares como nombres, letras, imágenes, íconos, colores, sonidos, conceptos, olores, gustos, texturas, objetos, sueños, deseos, espacios, vacíos. El resultado, si se ha hecho funcionar el motor adecuadamente, es un mundo ordenado, estructurado, interpretable y, en cierto sentido, atractivo. La marca depende exclusivamente de la vida simbólica y cultural de los hombres. Más allá del mundo simbólico es imposible analizar el valor de una marca. Dentro de esa trama de significaciones en la que se inmersa de manera inexorable la marca, el logotipo juega un papel fundamental. El logotipo es el icono diferenciador por excelencia de las marcas. Tiene naturaleza lingüística, debido al empleo de un determinado lenguaje para la comprensión de los receptores. Tiene cualidad denotativa: es comprendido por los componentes representativos intrínsecos. Y connotado, el receptor asiente una específica ideología del objeto. El logotipo encierra en sí mismo toda la simbología que los sujetos asocian a la marca en cuestión. La marca y el logotipo nos incitan, pues, a adoptar, casi subconscientemente, una decisión rápida cuando nos hallamos ante opciones diferentes. Ese es precisamente la función de la publicidad: asegurar que el comprador se dejará arrastrar por el poder simbólico que representa una determinada marca, impulsada a sí mismo por el mundo onírico que crea la publicidad, donde tales marcas adquieren y perpetúan su valor simbólico. Las marcas y los logotipos, por tanto, no solo sirven a los vendedores para impulsar la venta de sus productos, sino que sirven como símbolos de distinción social, y arrastran a sus portadores a una espiral simbólica donde lo que prevalece no es la etiqueta del producto que porta la marca, sino la etiqueta social del sujeto que la compra en el mercado y la luce en sociedad.
La marca es un motor Simbólico. Su combustible está integrado por elementos tan dispares como nombres, letras, imágenes, íconos, colores, sonidos, conceptos, olores, gustos, texturas, objetos, sueños, deseos, espacios, vacíos. El resultado, si se ha hecho funcionar el motor adecuadamente, es un mundo ordenado, estructurado, interpretable y, en cierto sentido, atractivo. La marca depende exclusivamente de la vida simbólica y cultural de los hombres. Más allá del mundo simbólico es imposible analizar el valor de una marca. Dentro de esa trama de significaciones en la que se inmersa de manera inexorable la marca, el logotipo juega un papel fundamental. El logotipo es el icono diferenciador por excelencia de las marcas. Tiene naturaleza lingüística, debido al empleo de un determinado lenguaje para la comprensión de los receptores. Tiene cualidad denotativa: es comprendido por los componentes representativos intrínsecos. Y connotado, el receptor asiente una específica ideología del objeto. El logotipo encierra en sí mismo toda la simbología que los sujetos asocian a la marca en cuestión. La marca y el logotipo nos incitan, pues, a adoptar, casi subconscientemente, una decisión rápida cuando nos hallamos ante opciones diferentes. Ese es precisamente la función de la publicidad: asegurar que el comprador se dejará arrastrar por el poder simbólico que representa una determinada marca, impulsada a sí mismo por el mundo onírico que crea la publicidad, donde tales marcas adquieren y perpetúan su valor simbólico. Las marcas y los logotipos, por tanto, no solo sirven a los vendedores para impulsar la venta de sus productos, sino que sirven como símbolos de distinción social, y arrastran a sus portadores a una espiral simbólica donde lo que prevalece no es la etiqueta del producto que porta la marca, sino la etiqueta social del sujeto que la compra en el mercado y la luce en sociedad.
Mundo onírico de la publicidad
La publicidad comercial ha generado, con el paso de los años, un auténtico mundo de sueños y fantasías donde cada elemento que emerge de él suele tener asociado un valor simbólico. La publicidad es ya poco menos que una proyección hacia el mundo exterior del mundo de los sueños, un mundo onírico en toda regla. Un mundo onírico, eso sí, donde las pesadillas no tienen cabida: todo debe ser placer y felicidad.
El ser humano se ve arrastrado por la publicidad comercial hacia un mundo lleno de tramas de significación, donde la cultura consumista emerge como es esa urdimbre, ese conjunto de enlaces que constituyen el horizonte de significados a partir del cual nos movemos y existimos. Las hermosas apariencias de la publicidad “colocan a los consumidores en un mundo psicotrópico, casi religioso. La producción de ilusión ya no queda limitada a determinados lugares sagrados, sino que constituye una totalidad sensible” (Romano, 2004). La publicidad comercial es la encargada de crear ese mundo de ilusión que habita con nosotros de manera solapada como si de una realidad transversal se tratase.
Los ambientes de fiesta, alegría, felicidad, armonía y lujo son adaptaciones personalizadas de lo imaginado que el receptor nunca o casi nunca podrá realizar. El brillo y lujo del mundo, la espectacularidad y belleza de las representaciones publicitarias son solo formas de seducción que enmascaran las formas alienadas de cultura y socialización. La seducción publicitaria tiene por función integrar lo escindido, unir y vincular los lazos de disolución que el propio proceso de comunicación publicitaria produce en el acto de enunciación persuasiva (Sierra, 1999). A través de la publicidad comercial, se construyen mundos ficticios en la mente de los sujetos, mundos en cuyas perspectivas entran metas y esperanzas que jamás se podrán alcanzar, en el 99% de los casos, en virtud de las restricciones sociales y culturales propias de las clases explotadas en las cuales han nacido, crecido y formado su identidad y su rol social la inmensa mayoría de los individuos. Pero la publicidad es capaz de hacer que los sujetos proyecten sus ilusiones hacia ese mundo de fantasía y simbolismo donde, paradójicamente, lo que los publicistas han volcado previamente han sido precisamente estas ilusiones detectadas en la ciudadanía, creando mundos donde las diferencias sociales se disuelven, los sufrimientos no existen, y todo, absolutamente todo, se convierte en posible. Soñar es gratis, dice la sabiduría popular. Comprar, obviamente no.
Los anuncios actúan así como pequeños cuentos de hadas donde las niñas pobres se pueden casar con príncipes azules, los patitos feos se pueden convertir en cisnes, y las piedras filosofales pueden convertir en oro todo lo que toquen. La belleza, los sueños de eterna juventud, el poder, la riqueza, la capacidad de seducción, la eterna felicidad, en definitiva, el éxito social y el bienestar, impregnan de cabo a rabo todo el mundo onírico generado por los creadores publicitarios. No hay espacio en ella para el sufrimiento, para los sueños rotos, para las vidas frustradas o los deseos insatisfechos. Todo en la publicidad tiene un sentido simbólico, y no hay otro contexto en ese mundo onírico para tales símbolos que el deseo de los publicistas porque los potenciales consumidores asocien sus productos con la felicidad y el éxito social. Todo está pensado el mínimo detalle para ello. Debemos reconocer, que el lenguaje onírico es el más aceptado por la mente empírica y racional. Forma parte de nuestras vidas desde que nacemos. Los sueños constituyen una prolongación de la vida del sujeto. La publicidad comercial tiene mucho de esto, salvo que, en lugar de ser una prolongación hacia dentro de la vida del sujeto, es una especie de proyección hacia fuera de los sueños del hombre constituidos en un corpus que actúa de facto como complemento onírico de la vida. Los publicistas han estudiado las ilusiones, los sueños y los deseos de los sujetos, y han construido un mundo lleno de códigos simbólicos a la medida del resultado de tales estudios. Esto es, ni más ni menos, el mundo onírico de la publicidad: un mundo donde los publicistas han proyectado los sueños e ilusiones humanas para que el sujeto se sienta plenamente acomodado e integrado dentro de él.
El mundo de la publicidad es, pues, el mundo de las apariencias (Sierra, 1999), un mundo de sueños y fantasías donde los elementos icónicos y simbólicos juegan un papel central, al estilo de lo que Clifford Geertz propuso para el análisis de las culturas humanas cuando afirmó que las ideologías, las cosmovisiones, se constituyen a partir de los sistemas culturales. La cultura, para Geertz, aparece como una construcción en la que participan los distintos individuos de un conjunto humano localizado territorialmente, que comunican sus “fuentes de iluminación simbólica” (la estructura simbólica) a las generaciones que les suceden. La publicidad comercial es hoy en día, qué duda cabe, el principal ritual que tiene la sociedad consumista-capitalista para que sus hombres y mujeres comuniquen sus fuentes de iluminación simbólica a las futuras generaciones, aunque en este caso sean unos pocos especialistas quienes marquen la pauta, y no el sentir común de una sociedad entera que guarda sus conocimientos por el bien común.
Esto es, la sociedad consumista-capitalista actual ha aceptado sin rechistar que los mercaderes hayan invadido física y simbólicamente nuestro espacio público. Allá donde uno mire, habrá siempre un icono, un símbolo, un anuncio que recuerde el poder omnipresente de la publicidad comercial. Las calles y los medios de comunicación de masas son espacios especialmente colonizados por la publicidad comercial. Nuestro cerebro recibe una media de 600 impactos publicitarios al día. Marcas de bebidas, detergentes, zapatillas y perfumes se cuelan por la televisión, la prensa e Internet con un único fin: seducirnos (Fernández, 2009). “Los canales que deben servir a nuestros sofistas para transmitir sus mensajes al público, incluyen todos los medios de los que dispone la gente para comunicarse y transmitir ideas. No existe medio de comunicación humano que no pueda utilizarse (…) Puede ocurrir que un producto nuevo pueda ser anunciado al público mediante una película de cine que muestra un desfile celebrado a miles de kilómetros de distancia. O que el fabricante de un nuevo avión de pasajeros aparezca personalmente en millones de hogares merced a la radio o la televisión. Quienquiera que desee transmitir sus mensajes al público con la máxima efectividad, deberá estar ojo avizor y utilizar todos los medios de que dispone la comunicación humana” (Bernays, 2008), así hablaba a mediados del siglo pasado Edward Bernays, el que, como hemos dicho, fuese el gran impulsor de la publicidad moderna entendida como propaganda. Y así ha sido desde entonces.
El carácter cotidiano que adquiere con ello la publicidad, insertada en todos los espacios comunicativos del hombre, ya sea en forma de anuncio, ya sea en forma de logotipo, “ha transformado así la cultura corporativa en una manifestación obvia y natural de nuestro entorno, resultando que, pese al crecimiento de la hiperinflación de los mensajes publicitarios, somos menos conscientes cada vez de su poder y de los efectos que condicionan nuestro comportamiento” (Sierra, 1999). En realidad, esta es una de las trampas actuales del sistema, que consigue así mantener a los individuos bajo la continua presión del consumo, a una misma vez que la gente no es consciente de esta faceta ideológica de la publicidad, desconociendo plenamente cómo opera el marketing y la publicidad comercial en su mente, es decir, cómo los mensaje comerciales configuran el mundo simbólico que los circunscribe, y cómo la publicidad les genera una falsa satisfacción a través de productos que alimentan los sueños calmando así, aparentemente, las frustraciones que nacen de los deseos innatos incumplidos en los sujetos (López Vázquez, 2007). “La publicidad estudia y conoce bien las carencias y necesidades humanas de esta sociedad, y no ahorra esfuerzo para satisfacerlas, aunque de manera ilusoria” (Romano, 2004)
Este panorama muestra a su vez los valores existentes en una sociedad en la que la apariencia de las cosas tiene un valor tal que no parece necesario nada más, proyectando la idea de que todo es maravilloso y admirable en ese mundo (ideología de la felicidad). Es la cultura de las apariencias, la cultura del tener o parecer frente al ser, el teatro de la vida. La publicidad no vende productos ni ideas, sino un modelo falsificado e hipnótico de la felicidad. “Esa ambientación ociosa y agradable no es más que el placer de vivir según las normas idealizadas de los consumidores ricos. Es preciso seducir al gran público con un modelo de existencia cuyo patrón exige una renovación constante del ropero, de los muebles, la televisión, el coche, los electrodomésticos, los juguetes de los niños, de todos los objetos del día. Aunque no sean verdaderamente útiles” (Toscani, 1996). El ideal del consumo no se crea para alcanzarlo, sino para mantener a los consumidores en estado de perpetua búsqueda e insatisfacción, para que así nunca dejen de acudir al mercado a renovar sus sueños de felicidad, esto es, los productos que supuestamente deben garantizarle tal cosa de manera inmediata.
Así, la publicidad comercial se sitúa en el centro mismo de la estructura simbólica de la sociedad actual. La publicidad funciona como una caja de resonancia que mantiene cohesionado el todo por medio de la organización previa de las necesidades de los individuos, que son considerados simples consumidores (Severiano, 2005). La publicidad comercial produce y reproduce cultura, homogeniza los principales códigos simbólicos de carácter social, sirve como mecanismo de cohesión social y a una misma vez ofrece un mundo de sueños y fantasías para cada sujeto. “La publicidad contribuye a configurar las formas de identidad social de las personas, interviene decisivamente en los procesos de socialización de los individuos, determinando los sistemas simbólicos de representación y la cultura de la actualidad” (Benavides, 1997). La publicidad comercial es la esencia de la cultura consumista-capitalista, la metaimagen, la cosmovisión, donde “la sociedad se presenta idealmente y se reafirma objetivamente” (Severiano, 2005). Por medio de la publicidad, como ocurría con otras culturas por medio de las fiestas o de los rituales populares ancestrales, la sociedad occidental contemporánea se ofrece a sí misma y al ojo ajeno su propia imagen. La publicidad comercial es, en definitiva, el elemento central en la superestructura ideológica de lo que hemos venido a llamar la sociedad consumista-capitalista. Su principal referente cultural, y su creación de elementos simbólicos con una mayor capacidad para socializar, homogenizar y dar sentido global a las conductas individuales acordes a las necesidades existenciales de la estructura económica que sustenta en última instancia el funcionamiento de tal modelo social.
Algunas de las principales consecuencias culturales que, a nuestro juicio, la centralidad cultural de la publicidad ha fomentado y desarrollado, fomenta y desarrolla, en nuestra actual sociedad contemporánea consumista-capitalista, son las siguientes:
La conversión de la sociedad en una sociedad de naturaleza hedonista y constantemente sumergida en una filosofía del Carpe Diem. Si el mercado necesita de una continua emisión de nuevas necesidades sociales, si necesita de una continua venta de nuevos productos asociados a unos determinados componentes simbólicos, si la base económica de la sociedad necesita de una continua producción y venta de nuevos productos para mantener siempre al alza su crecimiento, es lógico que la filosofía del placer inmediato, así como la de vivir intensamente el momento, se abran un hueco predominante en la acción moral de los individuos. Muchos son los productos etiquetados de manera simbólica como “placenteros”, y muchos aquellos que sólo cobran un sentido de valor simbólico mediante su uso fugaz y ajustado al momento concreto de las exigencias del mercado y las expectativas sociales. Es un ciclo que debe ser renovado constantemente. Se compra el producto, se usa, se gasta, se renueva. A veces por la duración de su propia vida útil, otras veces por el avance simbólico de los productos de la competencia que lo hacen pasar a ser un producto obsoleto y sin valor simbólico alguno. La publicidad induce así a una espiral hedonista, de búsqueda inmediata del placer, y de goce del momento, cuya principal motivación es la continua necesidad existente de vincular emocionalmente los productos del mercado con las experiencias vitales de los sujetos, de tal manera que el ciclo consumista no expire nunca. Goza comprando, disfruta el momento, busca tu felicidad inmediata a través del consumo, el sistema económico lo necesita.
Triunfo de los estereotipos y la superficialidad en todos los ámbitos de la vida social: la sociedad de las apariencias, el triunfo de lo estético frente a lo ético. El desarrollo personal, en tanto que búsqueda de la realización personal, se convierte en una búsqueda de la satisfacción de los estereotipos impuestos por la publicidad y las necesidades económicas del sistema. La sociedad se convierte así en la sociedad de las apariencias, donde lo que importa no es lo que se es, ni como se es, sino lo que se tiene, lo que se dice que tiene, o lo que se hace ver que uno es mediante lo que se tiene y mediante sus propios comportamientos dentro de los criterios de aceptación o rechazo que rigen en cada momento el código simbólico imperante en el contexto social donde uno se desenvuelve. La vida se convierte en un teatro, en un dramático teatro. Es el triunfo de lo estético frente a lo ético. El sujeto no actúa motivado por reflexiones profundas en tanto a lo bueno o malo de sus actos para consigo mismo y para con los demás, sino por criterios de apariencia, donde lo que prevalece es dar a la sociedad lo que el sujeto cree que la sociedad espera que le dé, donde lo que prima es lo que agrada a primera vista según los códigos de sentido impuestos por la publicidad, donde lo que se persigue es la adecuación a la norma social imperante en un contexto determinado, y no la reflexión moral en sentido estricto.
Los anuncios actúan así como pequeños cuentos de hadas donde las niñas pobres se pueden casar con príncipes azules, los patitos feos se pueden convertir en cisnes, y las piedras filosofales pueden convertir en oro todo lo que toquen. La belleza, los sueños de eterna juventud, el poder, la riqueza, la capacidad de seducción, la eterna felicidad, en definitiva, el éxito social y el bienestar, impregnan de cabo a rabo todo el mundo onírico generado por los creadores publicitarios. No hay espacio en ella para el sufrimiento, para los sueños rotos, para las vidas frustradas o los deseos insatisfechos. Todo en la publicidad tiene un sentido simbólico, y no hay otro contexto en ese mundo onírico para tales símbolos que el deseo de los publicistas porque los potenciales consumidores asocien sus productos con la felicidad y el éxito social. Todo está pensado el mínimo detalle para ello. Debemos reconocer, que el lenguaje onírico es el más aceptado por la mente empírica y racional. Forma parte de nuestras vidas desde que nacemos. Los sueños constituyen una prolongación de la vida del sujeto. La publicidad comercial tiene mucho de esto, salvo que, en lugar de ser una prolongación hacia dentro de la vida del sujeto, es una especie de proyección hacia fuera de los sueños del hombre constituidos en un corpus que actúa de facto como complemento onírico de la vida. Los publicistas han estudiado las ilusiones, los sueños y los deseos de los sujetos, y han construido un mundo lleno de códigos simbólicos a la medida del resultado de tales estudios. Esto es, ni más ni menos, el mundo onírico de la publicidad: un mundo donde los publicistas han proyectado los sueños e ilusiones humanas para que el sujeto se sienta plenamente acomodado e integrado dentro de él.
El mundo de la publicidad es, pues, el mundo de las apariencias (Sierra, 1999), un mundo de sueños y fantasías donde los elementos icónicos y simbólicos juegan un papel central, al estilo de lo que Clifford Geertz propuso para el análisis de las culturas humanas cuando afirmó que las ideologías, las cosmovisiones, se constituyen a partir de los sistemas culturales. La cultura, para Geertz, aparece como una construcción en la que participan los distintos individuos de un conjunto humano localizado territorialmente, que comunican sus “fuentes de iluminación simbólica” (la estructura simbólica) a las generaciones que les suceden. La publicidad comercial es hoy en día, qué duda cabe, el principal ritual que tiene la sociedad consumista-capitalista para que sus hombres y mujeres comuniquen sus fuentes de iluminación simbólica a las futuras generaciones, aunque en este caso sean unos pocos especialistas quienes marquen la pauta, y no el sentir común de una sociedad entera que guarda sus conocimientos por el bien común.
Esto es, la sociedad consumista-capitalista actual ha aceptado sin rechistar que los mercaderes hayan invadido física y simbólicamente nuestro espacio público. Allá donde uno mire, habrá siempre un icono, un símbolo, un anuncio que recuerde el poder omnipresente de la publicidad comercial. Las calles y los medios de comunicación de masas son espacios especialmente colonizados por la publicidad comercial. Nuestro cerebro recibe una media de 600 impactos publicitarios al día. Marcas de bebidas, detergentes, zapatillas y perfumes se cuelan por la televisión, la prensa e Internet con un único fin: seducirnos (Fernández, 2009). “Los canales que deben servir a nuestros sofistas para transmitir sus mensajes al público, incluyen todos los medios de los que dispone la gente para comunicarse y transmitir ideas. No existe medio de comunicación humano que no pueda utilizarse (…) Puede ocurrir que un producto nuevo pueda ser anunciado al público mediante una película de cine que muestra un desfile celebrado a miles de kilómetros de distancia. O que el fabricante de un nuevo avión de pasajeros aparezca personalmente en millones de hogares merced a la radio o la televisión. Quienquiera que desee transmitir sus mensajes al público con la máxima efectividad, deberá estar ojo avizor y utilizar todos los medios de que dispone la comunicación humana” (Bernays, 2008), así hablaba a mediados del siglo pasado Edward Bernays, el que, como hemos dicho, fuese el gran impulsor de la publicidad moderna entendida como propaganda. Y así ha sido desde entonces.
El carácter cotidiano que adquiere con ello la publicidad, insertada en todos los espacios comunicativos del hombre, ya sea en forma de anuncio, ya sea en forma de logotipo, “ha transformado así la cultura corporativa en una manifestación obvia y natural de nuestro entorno, resultando que, pese al crecimiento de la hiperinflación de los mensajes publicitarios, somos menos conscientes cada vez de su poder y de los efectos que condicionan nuestro comportamiento” (Sierra, 1999). En realidad, esta es una de las trampas actuales del sistema, que consigue así mantener a los individuos bajo la continua presión del consumo, a una misma vez que la gente no es consciente de esta faceta ideológica de la publicidad, desconociendo plenamente cómo opera el marketing y la publicidad comercial en su mente, es decir, cómo los mensaje comerciales configuran el mundo simbólico que los circunscribe, y cómo la publicidad les genera una falsa satisfacción a través de productos que alimentan los sueños calmando así, aparentemente, las frustraciones que nacen de los deseos innatos incumplidos en los sujetos (López Vázquez, 2007). “La publicidad estudia y conoce bien las carencias y necesidades humanas de esta sociedad, y no ahorra esfuerzo para satisfacerlas, aunque de manera ilusoria” (Romano, 2004)
Este panorama muestra a su vez los valores existentes en una sociedad en la que la apariencia de las cosas tiene un valor tal que no parece necesario nada más, proyectando la idea de que todo es maravilloso y admirable en ese mundo (ideología de la felicidad). Es la cultura de las apariencias, la cultura del tener o parecer frente al ser, el teatro de la vida. La publicidad no vende productos ni ideas, sino un modelo falsificado e hipnótico de la felicidad. “Esa ambientación ociosa y agradable no es más que el placer de vivir según las normas idealizadas de los consumidores ricos. Es preciso seducir al gran público con un modelo de existencia cuyo patrón exige una renovación constante del ropero, de los muebles, la televisión, el coche, los electrodomésticos, los juguetes de los niños, de todos los objetos del día. Aunque no sean verdaderamente útiles” (Toscani, 1996). El ideal del consumo no se crea para alcanzarlo, sino para mantener a los consumidores en estado de perpetua búsqueda e insatisfacción, para que así nunca dejen de acudir al mercado a renovar sus sueños de felicidad, esto es, los productos que supuestamente deben garantizarle tal cosa de manera inmediata.
Así, la publicidad comercial se sitúa en el centro mismo de la estructura simbólica de la sociedad actual. La publicidad funciona como una caja de resonancia que mantiene cohesionado el todo por medio de la organización previa de las necesidades de los individuos, que son considerados simples consumidores (Severiano, 2005). La publicidad comercial produce y reproduce cultura, homogeniza los principales códigos simbólicos de carácter social, sirve como mecanismo de cohesión social y a una misma vez ofrece un mundo de sueños y fantasías para cada sujeto. “La publicidad contribuye a configurar las formas de identidad social de las personas, interviene decisivamente en los procesos de socialización de los individuos, determinando los sistemas simbólicos de representación y la cultura de la actualidad” (Benavides, 1997). La publicidad comercial es la esencia de la cultura consumista-capitalista, la metaimagen, la cosmovisión, donde “la sociedad se presenta idealmente y se reafirma objetivamente” (Severiano, 2005). Por medio de la publicidad, como ocurría con otras culturas por medio de las fiestas o de los rituales populares ancestrales, la sociedad occidental contemporánea se ofrece a sí misma y al ojo ajeno su propia imagen. La publicidad comercial es, en definitiva, el elemento central en la superestructura ideológica de lo que hemos venido a llamar la sociedad consumista-capitalista. Su principal referente cultural, y su creación de elementos simbólicos con una mayor capacidad para socializar, homogenizar y dar sentido global a las conductas individuales acordes a las necesidades existenciales de la estructura económica que sustenta en última instancia el funcionamiento de tal modelo social.
Algunas de las principales consecuencias culturales que, a nuestro juicio, la centralidad cultural de la publicidad ha fomentado y desarrollado, fomenta y desarrolla, en nuestra actual sociedad contemporánea consumista-capitalista, son las siguientes:
La conversión de la sociedad en una sociedad de naturaleza hedonista y constantemente sumergida en una filosofía del Carpe Diem. Si el mercado necesita de una continua emisión de nuevas necesidades sociales, si necesita de una continua venta de nuevos productos asociados a unos determinados componentes simbólicos, si la base económica de la sociedad necesita de una continua producción y venta de nuevos productos para mantener siempre al alza su crecimiento, es lógico que la filosofía del placer inmediato, así como la de vivir intensamente el momento, se abran un hueco predominante en la acción moral de los individuos. Muchos son los productos etiquetados de manera simbólica como “placenteros”, y muchos aquellos que sólo cobran un sentido de valor simbólico mediante su uso fugaz y ajustado al momento concreto de las exigencias del mercado y las expectativas sociales. Es un ciclo que debe ser renovado constantemente. Se compra el producto, se usa, se gasta, se renueva. A veces por la duración de su propia vida útil, otras veces por el avance simbólico de los productos de la competencia que lo hacen pasar a ser un producto obsoleto y sin valor simbólico alguno. La publicidad induce así a una espiral hedonista, de búsqueda inmediata del placer, y de goce del momento, cuya principal motivación es la continua necesidad existente de vincular emocionalmente los productos del mercado con las experiencias vitales de los sujetos, de tal manera que el ciclo consumista no expire nunca. Goza comprando, disfruta el momento, busca tu felicidad inmediata a través del consumo, el sistema económico lo necesita.
Triunfo de los estereotipos y la superficialidad en todos los ámbitos de la vida social: la sociedad de las apariencias, el triunfo de lo estético frente a lo ético. El desarrollo personal, en tanto que búsqueda de la realización personal, se convierte en una búsqueda de la satisfacción de los estereotipos impuestos por la publicidad y las necesidades económicas del sistema. La sociedad se convierte así en la sociedad de las apariencias, donde lo que importa no es lo que se es, ni como se es, sino lo que se tiene, lo que se dice que tiene, o lo que se hace ver que uno es mediante lo que se tiene y mediante sus propios comportamientos dentro de los criterios de aceptación o rechazo que rigen en cada momento el código simbólico imperante en el contexto social donde uno se desenvuelve. La vida se convierte en un teatro, en un dramático teatro. Es el triunfo de lo estético frente a lo ético. El sujeto no actúa motivado por reflexiones profundas en tanto a lo bueno o malo de sus actos para consigo mismo y para con los demás, sino por criterios de apariencia, donde lo que prevalece es dar a la sociedad lo que el sujeto cree que la sociedad espera que le dé, donde lo que prima es lo que agrada a primera vista según los códigos de sentido impuestos por la publicidad, donde lo que se persigue es la adecuación a la norma social imperante en un contexto determinado, y no la reflexión moral en sentido estricto.
Conclusiones
Hubo un tiempo en que los conceptos publicidad y propaganda podían ser entendidos cada uno de ellos de manera diferente. Un tiempo en que publicidad comercial y propaganda aludían a dos elementos de difusión comunicativa diferenciados. Un tiempo, en definitiva, en que la publicidad comercial era simple publicidad comercial, y la propaganda, propaganda. Un tiempo, eso sí, casi mitológico y, de haber existido realmente alguna vez, cuando menos, muy lejano ya.
La propaganda podía entonces ser identificada con la difusión de ideas políticas, filosóficas, morales, sociales o religiosas, es decir, entendida como un proceso de comunicación ideológica o de valores culturales, cuya finalidad vendría determinada por la transmisión de tal información a la población, con el objetivo de penetrar en la consciencia de sus individuos para aferrarlos a los valores impulsados mediante tal acción, modificando así sus respectivas consciencias y garantizando la adhesión de estos sujetos (los ciudadanos) al proyecto político, social, cultural o ideológico planteado por la fuente emisora de la propaganda. Por su parte, en aquellos tiempos, la publicidad comercial venía a ser una forma diferente de comunicación masiva, destinada a difundir un mensaje impersonal y pagado, a través de diferentes canales informativos, con el fin de persuadir a la audiencia de las bonanzas de un determinado producto, siendo su meta la incitación al consumo de éstos por parte del receptor del mensaje.
Es decir, cuando se trataba de vender, cuando la finalidad era económica o comercial, se podía hablar de publicidad comercial; en cambio, cuando su función era la de propagar ideas, doctrinas, creencias, opiniones, etc., se hablaba de propaganda. Así, aunque tanto la publicidad comercial como la propaganda venían a ser técnicas publicitarias de comunicación que estimulaban y condicionaban la conducta y el pensamiento del sujeto receptor del mensaje (bien en su condición de potencial consumidor, bien en su capacidad potencial para ser el destinatario de discursos de tipo político, moral, religioso, social o cultural, etc.) la finalidad última de su acción comunicativa (vender productos vs propagar modos de vida y de pensamiento) podía servir para establecer una distinción entre ellas, si bien no demasiado nítida, sí al menos precisa desde una perspectiva epistemológica.
Ese tiempo murió con la llegada de la sociedad consumista-capitalista. En la sociedad de consumo, la publicidad comercial se transforma en una necesidad existencial para el buen funcionamiento del sistema económico, constituyendo el instrumento adecuado para adaptar la demanda de bienes de consumo a las condiciones y exigencias del sistema productivo, aun a costa de sustituir plenamente el carácter informativo de los anuncios publicitarios, por sus componentes de tipo persuasivo y simbólico. La publicidad comercial ya no se limita a vender productos, sino que diseña un mundo casi mitológico, fundamentado en la ideología de la felicidad, desde donde se regulan los códigos sociales reinantes, se consolidan las identidades personales y grupales, se crean patrones de comportamiento individuales, así como modos de vida colectivos y, sobre todo, se produce y reproduce la cultura consumista-capitalista.
La publicidad comercial pasa así de ser una actividad más de la cultura humana, a ser un elemento central en la cultura consumista-capitalista, sin la cual sería imposible entender tal sociedad desde un punto de vista sociológico o antropológico. Es espejo y reflejo de la cultura consumista-capitalista. La transmite, la constituye y la reproduce. Es ella misma la acaparadora y reguladora de todo cuanto pueda haber de interés en dicha cultura: es el gran libro sagrado de la sociedad consumista-capitalista, la Biblia de la sociedad contemporánea. Mitos, ritos y principios sociales de la actualidad residen en ella de manera permanente. La publicidad comercial late en el centro mismo de la sociedad consumista, es el corazón mismo de la cultura consumista-capitalista. La cultura consumista-capitalista no podría ser entendida sin la publicidad y sus mensajes, de igual forma que la cultura cristiana no podría ser entendida sin las sagradas escrituras impresas en la Biblia. La propaganda publicitaria se ha convertido, pues, en la gran Biblia de la nueva religión consumista-capitalista, impulsora de orientaciones éticas, de valores de sentido, de proyectos de vida y de sueños cargados de simbolismo.
La publicidad, en resumidas cuentas, es la respiración de la sociedad consumista-capitalista, sin ella este tipo de sociedad no podría vivir, estaría muerta. Salvo que quien respira no es la sociedad, sino el sujeto al que se condena a vivir rodeado agresivamente por la publicidad. Es decir, una vez los ciudadanos aprehenden e interiorizan los valores y códigos simbólicos difundidos a través de la publicidad, pasan a ser elementos plenamente integrados, alienados, en el sistema consumista-capitalista, orientados por el consumo como referente simbólico máximo de su cotidianeidad. Ergo, quien mantiene vivo en última instancia a la sociedad consumista-capitalista es el individuo consumista del que antes hablábamos. De ahí que los persuasores de masas y los capitalistas que pagan sus trabajos se tomen tanto empeño en conocer hasta el último detalle el funcionamiento psicológico del individuo, así como el modo de entrar en su mente para que el estímulo consumista no decaiga nunca. La estabilidad del sistema va en ello. Pura propaganda. Pura ideología. Así es la publicidad comercial de nuestros días.
La propaganda podía entonces ser identificada con la difusión de ideas políticas, filosóficas, morales, sociales o religiosas, es decir, entendida como un proceso de comunicación ideológica o de valores culturales, cuya finalidad vendría determinada por la transmisión de tal información a la población, con el objetivo de penetrar en la consciencia de sus individuos para aferrarlos a los valores impulsados mediante tal acción, modificando así sus respectivas consciencias y garantizando la adhesión de estos sujetos (los ciudadanos) al proyecto político, social, cultural o ideológico planteado por la fuente emisora de la propaganda. Por su parte, en aquellos tiempos, la publicidad comercial venía a ser una forma diferente de comunicación masiva, destinada a difundir un mensaje impersonal y pagado, a través de diferentes canales informativos, con el fin de persuadir a la audiencia de las bonanzas de un determinado producto, siendo su meta la incitación al consumo de éstos por parte del receptor del mensaje.
Es decir, cuando se trataba de vender, cuando la finalidad era económica o comercial, se podía hablar de publicidad comercial; en cambio, cuando su función era la de propagar ideas, doctrinas, creencias, opiniones, etc., se hablaba de propaganda. Así, aunque tanto la publicidad comercial como la propaganda venían a ser técnicas publicitarias de comunicación que estimulaban y condicionaban la conducta y el pensamiento del sujeto receptor del mensaje (bien en su condición de potencial consumidor, bien en su capacidad potencial para ser el destinatario de discursos de tipo político, moral, religioso, social o cultural, etc.) la finalidad última de su acción comunicativa (vender productos vs propagar modos de vida y de pensamiento) podía servir para establecer una distinción entre ellas, si bien no demasiado nítida, sí al menos precisa desde una perspectiva epistemológica.
Ese tiempo murió con la llegada de la sociedad consumista-capitalista. En la sociedad de consumo, la publicidad comercial se transforma en una necesidad existencial para el buen funcionamiento del sistema económico, constituyendo el instrumento adecuado para adaptar la demanda de bienes de consumo a las condiciones y exigencias del sistema productivo, aun a costa de sustituir plenamente el carácter informativo de los anuncios publicitarios, por sus componentes de tipo persuasivo y simbólico. La publicidad comercial ya no se limita a vender productos, sino que diseña un mundo casi mitológico, fundamentado en la ideología de la felicidad, desde donde se regulan los códigos sociales reinantes, se consolidan las identidades personales y grupales, se crean patrones de comportamiento individuales, así como modos de vida colectivos y, sobre todo, se produce y reproduce la cultura consumista-capitalista.
La publicidad comercial pasa así de ser una actividad más de la cultura humana, a ser un elemento central en la cultura consumista-capitalista, sin la cual sería imposible entender tal sociedad desde un punto de vista sociológico o antropológico. Es espejo y reflejo de la cultura consumista-capitalista. La transmite, la constituye y la reproduce. Es ella misma la acaparadora y reguladora de todo cuanto pueda haber de interés en dicha cultura: es el gran libro sagrado de la sociedad consumista-capitalista, la Biblia de la sociedad contemporánea. Mitos, ritos y principios sociales de la actualidad residen en ella de manera permanente. La publicidad comercial late en el centro mismo de la sociedad consumista, es el corazón mismo de la cultura consumista-capitalista. La cultura consumista-capitalista no podría ser entendida sin la publicidad y sus mensajes, de igual forma que la cultura cristiana no podría ser entendida sin las sagradas escrituras impresas en la Biblia. La propaganda publicitaria se ha convertido, pues, en la gran Biblia de la nueva religión consumista-capitalista, impulsora de orientaciones éticas, de valores de sentido, de proyectos de vida y de sueños cargados de simbolismo.
La publicidad, en resumidas cuentas, es la respiración de la sociedad consumista-capitalista, sin ella este tipo de sociedad no podría vivir, estaría muerta. Salvo que quien respira no es la sociedad, sino el sujeto al que se condena a vivir rodeado agresivamente por la publicidad. Es decir, una vez los ciudadanos aprehenden e interiorizan los valores y códigos simbólicos difundidos a través de la publicidad, pasan a ser elementos plenamente integrados, alienados, en el sistema consumista-capitalista, orientados por el consumo como referente simbólico máximo de su cotidianeidad. Ergo, quien mantiene vivo en última instancia a la sociedad consumista-capitalista es el individuo consumista del que antes hablábamos. De ahí que los persuasores de masas y los capitalistas que pagan sus trabajos se tomen tanto empeño en conocer hasta el último detalle el funcionamiento psicológico del individuo, así como el modo de entrar en su mente para que el estímulo consumista no decaiga nunca. La estabilidad del sistema va en ello. Pura propaganda. Pura ideología. Así es la publicidad comercial de nuestros días.
Bibliografía
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Esto es de mucha importancia para ir sacándole tierra a nuestros ojos que nos muestra lo que ellos quieren que veamos
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