Fidel es un país

Fidel es un país
____________Juan Gelman

viernes, 13 de junio de 2014

¡Pégale de zurda!

¿Mi equipo?: ¡América! Respuesta inmediata que le di a mi amiga Paca, (periodista y compañera de la revista EL Caimán Barbudo que me llamó tras la primera victoria en el Mundial de Futbol Brasil 2014. “Si el mundo está de cabeza, pégale de zurda” como canta Telesur; y es hora de agradecer a Hugo Chávez (y su eterna conspiración con su padre Fidel y sus abuelos Simón y José Julián), esa voz de los pobres de la tierra que proclama que “Nuestro norte es el Sur”. Por fin este planeta tiene un canal revolucionario, que representa nuestra identidad; rebelde, sin medias tintas, culto y sincero. Una voz contra el coro sumiso a los mandatos imperiales, contra esa maquinaria en función de desdibujarnos, descerebrarnos, de extinguir nuestras identidades globalizando los patrones de la sociedad de consumo.
Qué gusto ver a Maradona, ese pibe malcriado de mi barrio, irreverente hasta consigo mismo, con su aire embriagado de tempo tartamudo, sin complacencias para nadie, ni siquiera para el público que más quiere, lo mismo advirtiendo a Brasil o a su Argentina que no tienen un paseo contra ningún equipo, que no se puede subestimar; así mismo sonrieo viendo como Diego se jacta de un buen recuerdo cuando fungía de dios en los terrenos, -incluso, vanagloriándose de una trampa de chico malo, la más famosa de la historia de futbol, aquella mano del segundo gol, que bien se le merecía Inglaterra, no por sus jugadores pero sí por su invasión a las Malvinas. Aquellos dos goles fueron la venganza de un pueblo contra la ocupación imperial.
Con la elegancia de la sencillez aguda, que emerge de un inmenso caudal de conocimientos y la fluidez de un pensamiento descolonizador se nos presenta Víctor Hugo Morales, aquel que narró el gol de los goles en el partido famoso del 86 donde todos los del sur fuimos de Argentina. Víctor Hugo, apostillando con toques de exquisitez a su colega, dejando fluir una eticidad del más alto humanismo, muy necesaria para estos tiempos de rapiña globalizada. Si hermoso es ver a un Maradona explicando con orgullo de niño travieso su famosa trampa, su “mano de dios”, igual de gratificante es ver a Víctor Hugo, explicando cómo en su narración, poniendo la verdad por encima incluso de su amor a Argentina, se atrevió a declarar que creía que aquel segundo gol era mano y, por tanto, no era gol.
Gracias Telesur por la herejía que es toda su programación y claro que gracias especiales por el encanto de la polémica De zurda, con sus invitados: estrellas sin estrellato, grandes de la historia del futbol que se sientan a conversar sin los figuraos, ni el glamour superficial y hueco del star system, estrellas humanas, de amigo sincero con su mano franca, como en casa. Y  qué decir de lujazos como el de tener al mismísimo presidente de Ecuador Rafael Correa en calidad de futbolista retirado, analizando como experto un partido, o separando el sueño de las posibilidades reales de un equipo nuestro como el de Ecuado; sin renunciar al sueño, pero evitando falsas expectativas. Igual contentos porque ganara Brasil pero reconociendo la heroicidad de Croacia, y el injusto penal que le inclinó el partido en contra.   
Todos enarbolando esa bandera de la América Nueva por encima de la del terruño, discrepando entre ellos, pero desde el amor.
Para un cubano es más fácil irle a toda América pues Cuba no está como país representado, y es lógico que los argentinos, mexicanos, brasileros, ecuatorianos, colombianos, hondureños, chilenos y uruguayos, vuelquen toda la pasión sobre sus camisetas, pero sé que se expande ese sentido de vernos todos en la misma patria grande, que crece con otra visión de la vida, más natural, poética, solidaria, de darse a los demás.   
No obstante Cuba vive la fiebre del balón como cualquiera de los países de gran tradición, cines, bares, centros nocturnos, centros de trabajos sacan sus pantallas, y –de manera que no tenemos un equipo del patio- seguimos todos los partidos, así que podemos decir que el seguimiento del mundial es mayor que en otras partes, pues si bien hay hinchadas de muchos equipos, se sigue con devoción cada encuentro.
Bienvenidos entonces nuevos alegrones tras los que nos dieron Neymar y Oscar ayer. Que primen, por encima de la gloria de ganar, el espíritu de limpieza de juego, de virtudes y talento, que son los elementos de la única victoria posible. Que el deporte sea símbolo de paz y de hermandad y arriba México y Chile hoy, carajo.  
De entrante te dejo con Eduardo Galeano y una Selección de textos del libro “El fútbol a sol y sombra”.


El árbitro

El árbitro es arbitrario por definición. Éste es el abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible y el ampuloso verdugo que ejecuta su poder absoluto con gestos de ópera. Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino y otorga o anula los goles. Tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio.
Los jueces de línea, que ayudan pero no mandan, miran de afuera. Sólo el árbitro entra al campo de juego; y con toda razón se persigna al entrar, no bien se asoma ante la multitud que ruge.
Su trabajo consiste en hacerse odiar. Única unanimidad del fútbol: todos lo odian. Lo silban siempre, jamás lo aplauden. Nadie corre más que él. Él es el único que está obligado a correr todo el tiempo. Todo el tiempo galopa, deslomándose como un caballo, este intruso que jadea sin descanso entre los veintidós jugadores; y en recompensa de tanto sacrificio, la multitud aúlla exigiendo su cabeza. Desde el principio hasta el fin de cada partido, sudando a mares, el árbitro está obligado a perseguir la blanca pelota que va y viene entre los pies ajenos.
Es evidente que le encantaría jugar con ella, pero jamás esa gracia le ha sido otorgada. Cuando la pelota, por accidente, le golpea el cuerpo, todo el público recuerda a su madre. Y sin embargo, con tal de estar ahí, en el sagrado espacio verde donde la pelota rueda y vuela, él aguanta insultos, abucheos, pedradas y maldiciones.
A veces, raras veces, alguna decisión del árbitro coincide con la voluntad del hincha, pero ni así consigue probar su inocencia. Los derrotados pierden por él y los victoriosos ganan a pesar de él. Coartada de todos los errores, explicación de todas las desgracias. Los hinchas tendrían que inventarlo si él no existiera. Cuánto más lo odian, más lo necesitan.
Durante más de un siglo, el árbitro vistió de luto. ¿Por quién? Por él. Ahora disimula con colores.

El arquero

También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas.
Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped.
Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos.
Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.
Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan.
El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace.
Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar?
Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa.
Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos.
Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso?
¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.

El gol

El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna.Hace medio siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos.El entusiasmo que se desata cada vez que la bala blanca sacude la red puede parecer misterio o locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da poco. El gol, aunque sea un golecito, resulta siempre gooooooooooooooooooool en la garganta de los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se desprende de la tierra y se va al aire.

El ídolo

Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en cuna de paja y choza de lata y viene al mundo abrazado a una pelota.Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra los potreros, juega que te juega en los andurriales de los suburbios hasta que cae la noche y ya no se ve la pelota, y en sus años mozos vuela y hace volar en los estadios. Sus artes malabares convocan multitudes, domingo tras domingo, de victoria en victoria, de ovación en ovación.La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie, ella descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace hablar, y en esa charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies, los condenados a ser por siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia de esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan zetas en el césped, esos golazos de taquito o de chilena: cuando juega él, el cuadro tiene doce jugadores.
-¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte!
La pelota ríe, radiante, en el aire. Él la baja, la duerme, la piropea, la baila, y viendo esas cosas jamás vistas sus adoradores sienten piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las verán.
Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad, cosa de nada; y cuando al pie de oro le llega la hora de la mala pata, la estrella ha concluido su viaje desde el fulgor hasta el apagón. Está ese cuerpo con más remiendos que traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico, el artista una bestia: -¡Con la herradura no!
La fuente de la felicidad pública se convierte en el pararrayos del público rencor: -¡Momia!
A veces el ídolo no cae entero. Y a veces, cuando se rompe, la gente le devora los pedazos.

El mejor negocio del planeta

Al sur del mundo, éste es el itinerario del jugador con buenas piernas y buena suerte: de su pueblo pasa a una ciudad del interior; de la ciudad del interior pasa a un club chico de la capital del país; en la capital, el club chico no tiene más remedio que venderlo a un club grande; el club grande, asfixiado por las deudas, lo vende a otro club más grande de un país más grande; y finalmente el jugador corona su carrera en Europa.

El director técnico

Antes existía el entrenador, y nadie le prestaba mayor atención. El entrenador murió, calladito la boca, cuando el juego dejó de ser juego y el fútbol profesional necesitó una tecnocracia del orden. Entonces nació el director técnico, con la misión de evitar la improvisación, controlar la libertad y elevar al máximo el rendimiento de los jugadores, obligados a convertirse en disciplinados atletas.
El entrenador decía: Vamos a jugar.
El técnico dice: Vamos a trabajar.
Ahora se habla en números. El viaje desde la osadía hacia el miedo, historia del fútbol en el siglo veinte, es un tránsito desde el 2-3-5 hacia el 5-4-1 pasando por el 4-3-3 y el 4-4-2. Cualquier profano es capaz de traducir eso, con un poco de ayuda, pero después, no hay quien pueda. A partir de allí, el director técnico desarrolla fórmulas misteriosas como la sagrada concepción de Jesús, y con ellas elabora esquemas tácticos más indescifrables que la Santísima Trinidad.
Del viejo pizarrón a las pantallas electrónicas; ahora las jugadas magistrales se dibujan en una computadora y se enseñan en video. Esas perfecciones rara vez se ven, después, en los partidos que la televisión transmite.
Más bien la televisión se complace exhibiendo la crispación en el rostro del técnico, y lo muestra mordiéndose los puños o gritando orientaciones que darían vuelta al partido si alguien pudiera entenderlas.
Los periodistas lo acribillan en la conferencia de prensa, cuando el encuentro termina. El técnico jamás cuenta el secreto de sus victorias, aunque formula admirables explicaciones de sus derrotas: Las instrucciones eran claras, pero no fueron escuchadas, dice, cuando el equipo pierde por goleada ante un cuadrito de morondanga. O ratifica la confianza en sí mismo, hablando en tercera persona más o menos así: «Los reveses sufridos no empañan la conquista de una claridad conceptual que el técnico ha caracterizado como una síntesis de muchos sacrificios necesarios para llegar a la eficacia».
La maquinaria del espectáculo tritura todo, todo dura poco, y el director técnico es tan desechable como cualquier otro producto de la sociedad de consumo. Hoy el público le grita: ¡No te mueras nunca!
Y el Domingo que viene lo invita a morirse.
El cree que el futbol es una ciencia y la cancha un laboratorio, pero los dirigentes y la hinchada no sólo le exigen la genialidad de Einstein y la sutileza de Freud, sino también la capacidad milagrera de la Virgen de Lourdes y el aguante de Gandhi.

El Fútbol Criollo

Fue un proceso imparable. Como el tango, el futbol creció desde los suburbios… Lindo viaje había hecho el futbol: había sido organizado en los colegios y universidades inglesas, y en América del Sur alegraba la vida de gente que nunca había pisado una escuela.
En las canchas de Buenos Aires y de Montevideo, nacía un estilo. Una manera propia de jugar al futbol iba abriéndose paso, mientras una manera propia de bailar se afirmaba en los patios milongueros. Los bailarines dibujaban filigranas, floreándose en una sola baldosa, y los futbolistas inventaban su lenguaje en el minúsculo espacio donde la pelota no era pateada sino retenida y poseída, como si los pies fueran manos trenzando el cuero. Y en los pies de los primeros virtuosos criollos, nació el toque: la pelota tocada como si fuera guitarra, fuente de música.
Simultáneamente, el futbol se tropicalizaba en Rio de Janeiro y San Pablo. Eran los pobres quienes lo enriquecían, mientras lo expropiaban. Este deporte extranjero se hacía brasileño a medida que dejaba de ser el privilegio de unos pocos jóvenes acomodados, que lo jugaban copiando, y era fecundado por la energía creadora del pueblo que lo descubría. Y así nacía el futbol más hermoso del mundo, hecho de quiebres de cintura, ondulaciones de cuerpo y vuelos de piernas que venían de la capoeira, danza guerrera de los esclavos negros, y de los bailongos alegres de los arrabales de las grandes ciudades.

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