Revista Mensual 177 de Noviembre de 1999 |
Sé que estás ahí escuchando la voz de cada letra que te hago. Podrán surgir algunas discrepancias, pero en esencia coincidimos porque los soñadores —mejor decir hacedores de sueños— vamos andando hacia el mismo lugar y venimos igualmente del amor. Nunca escogemos el camino fácil, so lo dejamos para los torpes que desconocen que no hay tesoro como mirarse de frente en el espejo y poder sonreír. Por muy difícil que pueda ser un tiempo siempre es verano en nuestras almas porque no hay desamparo para quienes sabemos sentir el abrazo de los mejores fantasmas de los siglos. Con ellos vengo una vez más a hacerte compañía. Deja una nota —por si alguien pregunta en nuestra ausencia— que diga simplemente: salí a dar un paseo con… El Diablo Ilustrado
Alguien dejó escrito que la ambición destruye al poseedor. Coincido en que los ambiciosos terminan siendo presa de su propia avaricia y esto siempre me recuerda a la Masicas del cuento “El camarón encantado” de La Edad de Oro de José Martí. En tiempos difíciles no escasean los que centran su vida en la avidez de dinero y cosas
materiales y esto los hace esclavos de los objetos. Mientras más tienen, más quieren tener, y así consumen su existencia en turbias gestiones para satisfacer esa sed insaciable. Cuando vienen a darse cuenta —si llegan a darse cuenta— se han olvidado de sentir y amar, es decir, se han olvidado de vivir. Claro que en todo esto hay que hacer una salvedad: todas las ambiciones son detestables; excepto las que ennoblecen al hombre y estimulan a la humanidad. Hay quienes se dedican por entero al estudio, a dominar un oficio, a ser útiles. Estas buenas ambiciones ennoblecen y fortalecen el espíritu en tanto conducen a esa felicidad que consiste en acostarse en paz con uno mismo y levantarse cada día mejor. Es muy válida, por ejemplo, la ambición que pueda tener un pelotero de integrar el equipo Cuba, de un machetero de ser multimillonario (claro que con la mocha en la mano), de un ingeniero de ser una eminencia en su especialidad, o la de un estudiante de ser el primer expediente; pero esto es bueno desearlo y dedicarse a ello mientras juegues limpio, mientras no lo pretendas aplastando a los demás. Quien se sube al lugar que no le toca, termina cayendo por su propio peso. Nunca pretendas saltar escaños arrastrado por la ambición: llegar despacio, pero firmemente, te asegura ser tú el que llega y no la imagen falsa que te has creado por vías turbias. Si quieres alcanzar lo más alto empieza por lo más bajo. Quien conoce sus fuerzas y sus esfuerzos encuentra el sendero de llegar más lejos, quien no, saca las garras —sutiles o grotescas— y puede ganar distancias vertiginosas por un tiempo, pero a la larga lo vemos quedarse atrás. Reza el epitafio en la bóveda de Alejandro Magno: una tumba es ahora suficiente para aquel que el mundo entero no era suficiente.
Siguiendo con los grandes personajes de la antigüedad, decía Julio César: prefiero ser el primer hombre aquí que el segundo en Roma, lo que en la actualidad viene siendo es mejor ser cabeza de ratón que cola de león. Esta manera de pensar me resulta algo limitada —con perdón del César— porque implica quedar encerrado en un determinado ámbito con tal de no abandonar una X jerarquía. En este caso puede ser válido tener una ambición, proponerse metas más altas, algo que debe ser una constante en la vida. Si por ocupar una posición, renuncias a emprender nuevos proyectos, te estancarás.
Es importante saber distinguir las ambiciones: las hay tontas y dañinas, y las hay sanas y nobles. Unas conducen al placer epidérmico y efímero, las otras te llevan —a veces por senderos escabrosos— hacia la plenitud, la fortaleza espiritual, la satisfacción que nadie te puede robar porque la has forjado mejorándote y mejorando. Unce tu carro a las estrellas, dijo Emerson, busca la luz y no temas querer alcanzarla, pero búscala limpiamente, para que sea por siempre y —realmente— tuya.
Siguiendo con los grandes personajes de la antigüedad, decía Julio César: prefiero ser el primer hombre aquí que el segundo en Roma, lo que en la actualidad viene siendo es mejor ser cabeza de ratón que cola de león. Esta manera de pensar me resulta algo limitada —con perdón del César— porque implica quedar encerrado en un determinado ámbito con tal de no abandonar una X jerarquía. En este caso puede ser válido tener una ambición, proponerse metas más altas, algo que debe ser una constante en la vida. Si por ocupar una posición, renuncias a emprender nuevos proyectos, te estancarás.
Es importante saber distinguir las ambiciones: las hay tontas y dañinas, y las hay sanas y nobles. Unas conducen al placer epidérmico y efímero, las otras te llevan —a veces por senderos escabrosos— hacia la plenitud, la fortaleza espiritual, la satisfacción que nadie te puede robar porque la has forjado mejorándote y mejorando. Unce tu carro a las estrellas, dijo Emerson, busca la luz y no temas querer alcanzarla, pero búscala limpiamente, para que sea por siempre y —realmente— tuya.
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