Niña traviesa, enamorada, caprichosa, que nació un 30 de diciembre pero a capricho lo celebraba el 31; le gustaba más, era el día que daba paso a lo nuevo, al futuro. Así que ahora mismo estará celebrando sus 90. De sencillez martiana; supo siempre que dar, que darse, es la única manera de ser feliz; así que se entregó a todos, a los más allegados, que eran todos los seres de la tierra: su familia fue su patria, su patria era su América Nuestra, su América contenía el universo.
Audaz hasta la temeridad, pues vivía convencida que a ella nunca le iba pasar nada; podrían ir a buscarla los más bárbaros esbirros de la tiranía, esos que la rastreaban como perros de caza; no en pocas ocasiones hasta dieron con ella, le ladraron, la olfatearon, pero nunca se atrevieron a morderla; por esa luz que la protegía. Una luz que ella ayudaba con su imaginación creativa, con sus dotes histriónicas, ya fuera un disfraz, o una frase ingeniosa, que confundía, amedrentaba o contenía a aquellos pobres perros sedientos de sangre. Nada le pasaría. No era misterio, ni religión, ella sabía que no le iba a pasar nunca nada; y llevaba esa invulnerabilidad, no como una suerte, sino como una pena, se sabía condenada a testigo, a tragar los dolores más extremos; no le pasaría nunca nada mientras a su alrededor la suerte era inversa. Tuvo que soportar la tortura, el asesinato en sus cuerpos de otros, más queridos que el suyo: su novio Boris, su hermano Abel, y todos los amados hermanos, aquellos muchachos que dejaron la casa para tomar por asalto la dignidad de un pueblo.
Audaz hasta la temeridad, pues vivía convencida que a ella nunca le iba pasar nada; podrían ir a buscarla los más bárbaros esbirros de la tiranía, esos que la rastreaban como perros de caza; no en pocas ocasiones hasta dieron con ella, le ladraron, la olfatearon, pero nunca se atrevieron a morderla; por esa luz que la protegía. Una luz que ella ayudaba con su imaginación creativa, con sus dotes histriónicas, ya fuera un disfraz, o una frase ingeniosa, que confundía, amedrentaba o contenía a aquellos pobres perros sedientos de sangre. Nada le pasaría. No era misterio, ni religión, ella sabía que no le iba a pasar nunca nada; y llevaba esa invulnerabilidad, no como una suerte, sino como una pena, se sabía condenada a testigo, a tragar los dolores más extremos; no le pasaría nunca nada mientras a su alrededor la suerte era inversa. Tuvo que soportar la tortura, el asesinato en sus cuerpos de otros, más queridos que el suyo: su novio Boris, su hermano Abel, y todos los amados hermanos, aquellos muchachos que dejaron la casa para tomar por asalto la dignidad de un pueblo.
Tantos fueron cayendo y ella estrechándolos a todos desde el dolor callado, desafiante, conservándolos vivos convirtiéndolo en obras para al menos rozar tanto sueño truncado.
Nunca le pasaría nada, ninguna bala, de las tantas que silbaron a su alrededor, le iba a dar, ella lo sabía, la única posible tendría que salir por voluntad propia, y así fue cuando no pudo albergar más dolor comprimido; solo grandes tareas retrasaron el disparo; imprimir la Historia me absolverá, ayudar a Fidel y los otros hermanos a salir del presidio, cumplir el sueño de los que cayeron, unir a la América en su Casa. Allí logró el hogar que soñara Martí, las culturas genuinas de los pueblos, sus cantos, sus poemas, sus pinturas, sus danzas, su literatura, sus películas... el arte de los pueblos, la integración de la América Nuestra tuvo su primera concreción allí en la Casa que fundó Yeyé, esa Haydee Santamaría que supo siempre que nada le pasaría. Tal vez en un instante se equivocó pensando que ya no era imprescindible, y dejó que el peso de sus tantos y hermosos muertos se le desbordara dentro. Como sabía que nada le iba a pasar, que su pecho no estallaría, se llevó la pistola a la sien, y disparó la única bala posible.
Haydee recibe en Casa de las Américas a a Mercedes Sosa |
La siempreviva
Ayer, 30 de diciembre de 2013, los amigos le celebraron el cumpleaños 90, allí en su Casa de las Américas; ella reapareció entonces en una nueva Haydee, de apellido Arango, que vertió nuevas luces, como fruto de aquel hogar tan martiano que ella sembró. De tener razón los que creen que tras la muerte uno se mantiene de alguna manera escondido por ahí, estaría mirándonos Yeyé con cara de pícara diciendo: “No se los dije que a mí no me pasaría nada”.
Silvio Rodríguez, cantó la “Canción al elegido” texto que Haydee le sopló en aquellos días en que cubría con su manto protector a aquellos trovadores de apenas 20 años; allá en Casa o en su casa, jugaba con ellos, les hacía cuentos y bromas, entre los que latía la historia de aquellos muchachitos que asaltaron el Moncada, que se jugaron la vida en la clandestinidad o en la sierra; pero ella no era la heroína hablando, era la novia, la amiga que les contaba a aquellos trovadores la existencia enamorada, natural, de aquellos que murieron, cual si los trajera vivos, a compartir de tú a tú con estos de ahora que combatían por similares sueños, ahora con guitarras.
Silvio Rodríguez, cantó la “Canción al elegido” texto que Haydee le sopló en aquellos días en que cubría con su manto protector a aquellos trovadores de apenas 20 años; allá en Casa o en su casa, jugaba con ellos, les hacía cuentos y bromas, entre los que latía la historia de aquellos muchachitos que asaltaron el Moncada, que se jugaron la vida en la clandestinidad o en la sierra; pero ella no era la heroína hablando, era la novia, la amiga que les contaba a aquellos trovadores la existencia enamorada, natural, de aquellos que murieron, cual si los trajera vivos, a compartir de tú a tú con estos de ahora que combatían por similares sueños, ahora con guitarras.
Luego los poetas, Fina García Marrúz, Nancy Morejón, Pablo Armando Fernández, y Roberto Fernández Retamar, dijeron sus poemas a Haydee, en una sala Che Guevara, repleta de amigos que la amaron, compañeros que compartieron sus días y muchos jóvenes que toman destellos de las luces que dejó esparcidas. Estremecedor el silencio conmocionado que flotaba entre los versos, cual si la homenajeada nos estuviera observando. De ahí salimos hacia la Galería Mariano donde se inauguró la exposición fotográfica con gigantografías de Haydee en diversos momentos de su vida: la clásica en la que aparece junto a Melba, tras las rejas de la prisión después del Asalto al Moncada, una en la que pareciera buscar refugio en el pecho de Fidel, otra en la Sierra con su fusil al hombro, otra en una tribuna, en un acto en la que Frank País parece estar a su lado, otra muy tierna junto a sus niños, otra en Casa de las Américas rozando acaso su mano con la del gran cantor chileno Víctor Jara, y la clásica en su despacho ante la pintura del Martí de Abela: está Haydee de pie, apoyada en una silla. Allí en la exposición, colocaron la silla original y el cuadro de la foto: otra prueba más de que a ella eternamente no le pasaría nada.
Quiero celebrar la eterna presencia de Haydee Santamaría, en su noventa cumpleaños, y despedir mi año, con ella, asumiendo sus amores caídos, su Casa Latinoamericana, su trova acunada, que nos protege poéticamente el alma. Brindo en su cumpleaños con uno de los tantos poemas que surgieron en todo el mundo por ella, el de Fina García Marrúz y esa carta que elevó a los cielos, Yeyé, como grito de rabia y dolor desesperado, cuando supo de la muerte del Che. En ese texto, como en ningún otro, se nos muestra esa Haydee profunda, poética, desgarrada, enamorada, sencilla, martiana, intensa y entregada a la obra de la revolución, que es la obra humanista que ensanchó cada hora suya, la única razón por la que retardó todo lo que pudo soportar, su adiós a la vida.
A una heroína de la Patria
Fina García Marruz
Pónganle a la suicida una hoja en la sien,
una siempreviva en el hueco del cuello.
Cúbranla con flores, como a Ofelia.
Los que la amaron se han quedado huérfanos.
Cúbranla con la ternura de las lágrimas.
Vuélvanse rocío que refresque su duelo.
Y si la piedad de las flores no bastase
díganle al oído que todo ha sido un sueño.
Ríndanle honores como a una valiente
que perdió sólo su última batalla.
No se quede en su hora inconsolable.
Sus hechos, no vayan al olvido de la yerba.
Que sean recogidos, uno a uno,
allí donde la luz no olvida a sus guerreros.
Ríndanle honores como a una valiente
que perdió sólo su última batalla.
(1980)
Haydee con Gabriel García Márzquez en Casa de las Américas |
Hasta la victoria siempre, Che querido
(Carta de Haydee Santamaría al Che Guevara, escrita después del asesinato del Che en Bolivia).
Che: ¿dónde te puedo escribir? Me dirás que a cualquier parte, a un minero boliviano, a una madre peruana, al guerrillero que está o no está pero estará. Todo esto lo sé, Che, tú mismo me lo enseñaste, y además esta carta no sería para ti. Cómo decirte que nunca había llorado tanto desde la noche en que mataron a Frank, y eso que esta vez no lo creía. Todos estaban seguros, y yo decía: no es posible, una bala no puede terminar el infinito, Fidel y tú tienen que vivir, si ustedes no viven, cómo vivir. Hace catorce años veo morir a seres tan inmensamente queridos, que hoy me siento cansada de vivir, creo que ya he vivido demasiado, el sol no lo veo tan bello, la palma, no siento placer en verla; a veces, como ahora, a pesar de gustarme tanto la vida, que por esas dos cosas vale la pena abrir los ojos cada mañana, siento deseos de tenerlos cerrados como ellos, como tú. Cómo puede ser cierto, este continente no merece eso; con tus ojos abiertos, América Latina tenía su camino pronto. Che, lo único que pudo consolarme es haber ido, pero no fui, junto a Fidel estoy, he hecho siempre lo que él desee que yo haga. ¿Te acuerdas?, me lo prometiste en la Sierra, me dijiste: no extrañarás el café, tendremos mate. No tenías fronteras, pero me prometiste que me llamarías cuando fuera en tu Argentina, y cómo lo esperaba, sabía bien que lo cumplirías. Ya no puede ser, no pudiste, no pude. Fidel lo dijo, tiene que ser verdad, qué tristeza. No podía decir “Che”, tomaba fuerzas y decía “Ernesto Guevara”, así se lo comunicaba al pueblo, a tu pueblo.
Qué tristeza tan profunda, lloraba por el pueblo, por Fidel, por ti, porque ya no puedo. Después, en la velada, este gran pueblo no sabía qué grados te pondría Fidel. Te los puso: artista. Yo pensaba que todos los grados eran pocos, chicos, y Fidel, como siempre, encontró los verdaderos: todo lo que creaste fue perfecto, pero hiciste una creación única, te hiciste a ti mismo, demostraste cómo es posible ese hombre nuevo, todos veríamos así que ese hombre nuevo es la realidad, porque existe, eres tú. Qué más puedo decirte, Che. Si supiera, como tú, decir las cosas. De todas maneras, una vez me escribiste: “Veo que te has convertido en una literata con dominio de la síntesis, pero te confieso que como más me gustas es en un día de año nuevo, con todos los fusibles disparados y tirando cañonazos a la redonda. Esa imagen y la de la Sierra (hasta nuestras peleas de aquellos días me son gratas en el recuerdo) son las que llevaré de ti para uso propio”. Por eso no podré escribir nunca nada de ti y tendrás siempre ese recuerdo.
Hasta la victoria siempre, Che querido.
Haydee
Che: ¿dónde te puedo escribir? Me dirás que a cualquier parte, a un minero boliviano, a una madre peruana, al guerrillero que está o no está pero estará. Todo esto lo sé, Che, tú mismo me lo enseñaste, y además esta carta no sería para ti. Cómo decirte que nunca había llorado tanto desde la noche en que mataron a Frank, y eso que esta vez no lo creía. Todos estaban seguros, y yo decía: no es posible, una bala no puede terminar el infinito, Fidel y tú tienen que vivir, si ustedes no viven, cómo vivir. Hace catorce años veo morir a seres tan inmensamente queridos, que hoy me siento cansada de vivir, creo que ya he vivido demasiado, el sol no lo veo tan bello, la palma, no siento placer en verla; a veces, como ahora, a pesar de gustarme tanto la vida, que por esas dos cosas vale la pena abrir los ojos cada mañana, siento deseos de tenerlos cerrados como ellos, como tú. Cómo puede ser cierto, este continente no merece eso; con tus ojos abiertos, América Latina tenía su camino pronto. Che, lo único que pudo consolarme es haber ido, pero no fui, junto a Fidel estoy, he hecho siempre lo que él desee que yo haga. ¿Te acuerdas?, me lo prometiste en la Sierra, me dijiste: no extrañarás el café, tendremos mate. No tenías fronteras, pero me prometiste que me llamarías cuando fuera en tu Argentina, y cómo lo esperaba, sabía bien que lo cumplirías. Ya no puede ser, no pudiste, no pude. Fidel lo dijo, tiene que ser verdad, qué tristeza. No podía decir “Che”, tomaba fuerzas y decía “Ernesto Guevara”, así se lo comunicaba al pueblo, a tu pueblo.
Qué tristeza tan profunda, lloraba por el pueblo, por Fidel, por ti, porque ya no puedo. Después, en la velada, este gran pueblo no sabía qué grados te pondría Fidel. Te los puso: artista. Yo pensaba que todos los grados eran pocos, chicos, y Fidel, como siempre, encontró los verdaderos: todo lo que creaste fue perfecto, pero hiciste una creación única, te hiciste a ti mismo, demostraste cómo es posible ese hombre nuevo, todos veríamos así que ese hombre nuevo es la realidad, porque existe, eres tú. Qué más puedo decirte, Che. Si supiera, como tú, decir las cosas. De todas maneras, una vez me escribiste: “Veo que te has convertido en una literata con dominio de la síntesis, pero te confieso que como más me gustas es en un día de año nuevo, con todos los fusibles disparados y tirando cañonazos a la redonda. Esa imagen y la de la Sierra (hasta nuestras peleas de aquellos días me son gratas en el recuerdo) son las que llevaré de ti para uso propio”. Por eso no podré escribir nunca nada de ti y tendrás siempre ese recuerdo.
Hasta la victoria siempre, Che querido.
Haydee
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