(Para Amalia, José Julián y Abelito)
De niño, y creo que de siempre, no me importaban cumpleaños, ni fiestas, ni circo, ni cine…la música, la pelota y pescar eran mis pasiones. Las tres estrechamente relacionadas con mi padre. En la música Gardel era dios en casa (como si fuéramos argentinos) aunque también mucho de todo, especialmente la vieja trova, los boleros de victrola, y con mis hermanos el Benny, y las voces del momento formaban mi hábitat: los Zafiros, Elena Bourke, -y ya a los 10 años los Van Van, la Aragón, el Conjunto Roberto Faz…
Especialmente por la vieja me llegó la Nueva trova desde sus primeros momentos, quizás el gardenialismo (con el fidelismo) hizo que cuando arrancara en la TV un flaco con guitarra (luego Silvio) mima se quedara colgada de su poética y por ahí solo tuvo que aterrizar en Cuba Serrat para que me ordenara sentarme a escucharlos, y desde entonces la canción es una manera de leer el mundo, de habitarlo, de tratar de empujarlo hacia más humano… digamos hacia Martí.
La pelota y la pesca eran todo “mi tiempo libre”; tirarme unas bolas con pipo era tocar el cielo; o aquellos domingos en que nos llevaba a los muchachos de la cuadra al terreno del Cardona o al Ciro Frías a armar los piquetes. Él se ponía sus spikes de los tiempos en que jugó oficialmente y mi orgullo llegaba al tope, pues todas las referencias apuntaban a que había sido muy buen jugador (hasta quisieron contratarlo una vez en los años 50 para ir a jugar en doble A, a los Estados Unidos). Él era cátcher, pero con nosotros pitcheaba para los dos equipos, servía de árbitro también, y a veces bateaba algo flojito, pues nosotros estábamos sobre los 10 años y era peligroso darle duro; él estaba sobre los 50.
Mi recuerdo mayor fue una mañana de domingo en el terrenito del Edison, (antiguos Maristas, en la Víbora). Iba en la excursión deportiva otro padre esa vez, así que cada uno se puso a lanzar para un equipo. Jugábamos al flojo y en su turno al bate, haciendo medios swines, mi padre se ponchó. Un hombre alto, que estaba de espectador tras el enrejado, le gritó: ¡Viejo, no le da pena poncharse con los muchachos! Él, de inmediato le ripostó: No, pero ven, baja a ver si me puedes ponchar tú.
Alardeando, y con tono lastimero hacia mi padre, el hombre bajó. Pipo mandó a quitar a todos del terreno, y le orientó al hombre que hiciera los lanzamientos contra el murito de atrás. El box es más corto que el normal, pues el terrenito del Edison es de softball. Empezó a lanzar, yo me comía las uñas de temor a que se ponchara mi ídolo mayor. Pipo confiado también alardeó: Pero tira duro compadre, ¿eso es toda la velocidad que tienes?
Para mi mayor asombro Pipo se paró a la zurda, cuando toda la vida y en todo lo tenía por derecho. Los dos primeros lanzamientos (tras un par de bolas) fueron strike y foul; el tercero ha sido el instante deportivo afectivo más emocionante de mi vida. Le conectó un batazo de tales dimensiones que la pelota se hizo un puntico rumbo al horizonte… un fly que nunca había visto batear; cierto que es un terrenito pequeño, de apenas 200 pies, pero la cerca estaba entonces tras una cortina de pinos altísimos, y la bola salió por encima, pasó la calle, la pista de atletismo y fue a dar a unos edificios (suponemos, pues se nos perdió de vista) que están más allá. Claro que todos los niños saltaron a abrazarlo; yo me quedé inmóvil en las gradas, no podía creer ni las dimensiones del batazo ni que Pipo fuera zurdo, tal batazo no daba margen a la duda. No sé si el hombre estaba más desconcertado que yo; el caso es que tuvo que felicitarlo y en ese momento fue que “El viejo Rey” le contó al intrépido retador que salvo jugando al taco, y en algunos juegos de práctica en terrenitos como ese, nunca bateaba a la zurda, pues realmente no es ambidextro, solo derecho. El hombre no le quizo creer (no podía). Entonces, Rey, le pidió un nuevo lanzamiento, ahora a su mano, y le conectó un lineazo que retumbó en el muro del jardín izquierdo y llegó el rebote hasta le media luna.
Si con la pelota lo mío era obsesión, con la pesca la cosa ya era desquiciante, hasta dormido una vez cogí un pargo. Fui sonámbulo en la madrugada hasta la cama de mis padres mostrando mi almohada en lugar del peje. Pipo (esta vez era él quien quedó atónito) me preguntaba una y otra vez dónde estaba el pargo del que le hablaba, que se lo mostrara y yo cada vez más alterado le repetía “míralo, míralo, míralo” era obvio; a pesar de no ver más que una almohada en mis manos y ante tanta insistencia me dio un sabio consejo: Bueno, ve y acuéstate a ver si coges otro.
Nada como aquellas pesquerías de orilla. Era como ir de guerrilla, con una javita cada uno, una libra de pan y queso crema o una tortillita, dos pomos de agua, un pomito de café, los carretes y una lona para tirarnos en el arrecife. Salíamos tras el almuerzo, hacia Piedra alta, o el llamado Caribe, por allá por los pozos de petróleo de la vía Blanca rumbo a Santa Cruz del Norte.
Íbamos hasta la Habana Vieja, cerca de la terminal de trenes, allí cogíamos la ruta 70. Cuando, tras una media hora de viaje, la guagua salía de Rincón de Guanabo, todo se tornaba carretera y costa, y ya el corazón me saltaba. Cuando bajábamos de la guagua y quedábamos los dos ante la inmensidad del azul marino, Pipo gritaba: ¡El pesquero, cojones!
Llegábamos, sobre las 4 o las 5 de la tarde; tirábamos la lona, preparábamos la “chismosa” (botella con luz brillante y una mecha de estopa para iluminarnos) a encarnar y a tirar. Había días que cogíamos más, otros menos, algunas veces nos íbamos en blanco, pero estábamos solos mi padre y yo con la naturaleza. A la noche, tras comer algo, el nylon de pesca quedaba enroscado en una lata de leche vacía, como alarma por si picaba algún pez. Y entonces, era todo oscuridad menos la tenue luz de la chismosa, o si había buena luna, o las estrellas decían de cielo despejado. Lo mejor era que nos acurrucábamos, buscando el rinconcito entre el diente de perro, y el viejo contaba historias del tiempo, de sus años mozos, o sencillamente algo de filosofía natural para nuestras vidas. Hubo días también de lluvia y esos nos estrechaban más. Mi padre entonces era el mundo, totalmente.
Los amaneceres eran lo más sublime para el alma divertir, como dice el son; el día comenzaba a esbozarse en matices de colores desde la oscuridad casi plena; los pájaros empezaban a rondarnos, y los cangrejos a salir, el mar regularmente a esa hora sereno, y siempre lleno de misterios, bajo el agua otro mundo.
Nunca hubo tanto cariño concentrado en las horas como en aquellas de pesquería, algo que comprendí mucho mejor cuando –ya faltándome él- me tocó ocupar su lugar lanzando el cordel hacia la suerte marina. El tiempo se va llevando también estas cosas, borrándolas poco a poco como erosión de las olas; suerte que el mar sigue siendo el mismo testigo, aunque otros serán los protagonistas y las historias tengan variaciones.
En mi caso, quedó además esta canción.
De niño, y creo que de siempre, no me importaban cumpleaños, ni fiestas, ni circo, ni cine…la música, la pelota y pescar eran mis pasiones. Las tres estrechamente relacionadas con mi padre. En la música Gardel era dios en casa (como si fuéramos argentinos) aunque también mucho de todo, especialmente la vieja trova, los boleros de victrola, y con mis hermanos el Benny, y las voces del momento formaban mi hábitat: los Zafiros, Elena Bourke, -y ya a los 10 años los Van Van, la Aragón, el Conjunto Roberto Faz…
Especialmente por la vieja me llegó la Nueva trova desde sus primeros momentos, quizás el gardenialismo (con el fidelismo) hizo que cuando arrancara en la TV un flaco con guitarra (luego Silvio) mima se quedara colgada de su poética y por ahí solo tuvo que aterrizar en Cuba Serrat para que me ordenara sentarme a escucharlos, y desde entonces la canción es una manera de leer el mundo, de habitarlo, de tratar de empujarlo hacia más humano… digamos hacia Martí.
La pelota y la pesca eran todo “mi tiempo libre”; tirarme unas bolas con pipo era tocar el cielo; o aquellos domingos en que nos llevaba a los muchachos de la cuadra al terreno del Cardona o al Ciro Frías a armar los piquetes. Él se ponía sus spikes de los tiempos en que jugó oficialmente y mi orgullo llegaba al tope, pues todas las referencias apuntaban a que había sido muy buen jugador (hasta quisieron contratarlo una vez en los años 50 para ir a jugar en doble A, a los Estados Unidos). Él era cátcher, pero con nosotros pitcheaba para los dos equipos, servía de árbitro también, y a veces bateaba algo flojito, pues nosotros estábamos sobre los 10 años y era peligroso darle duro; él estaba sobre los 50.
Mi recuerdo mayor fue una mañana de domingo en el terrenito del Edison, (antiguos Maristas, en la Víbora). Iba en la excursión deportiva otro padre esa vez, así que cada uno se puso a lanzar para un equipo. Jugábamos al flojo y en su turno al bate, haciendo medios swines, mi padre se ponchó. Un hombre alto, que estaba de espectador tras el enrejado, le gritó: ¡Viejo, no le da pena poncharse con los muchachos! Él, de inmediato le ripostó: No, pero ven, baja a ver si me puedes ponchar tú.
Alardeando, y con tono lastimero hacia mi padre, el hombre bajó. Pipo mandó a quitar a todos del terreno, y le orientó al hombre que hiciera los lanzamientos contra el murito de atrás. El box es más corto que el normal, pues el terrenito del Edison es de softball. Empezó a lanzar, yo me comía las uñas de temor a que se ponchara mi ídolo mayor. Pipo confiado también alardeó: Pero tira duro compadre, ¿eso es toda la velocidad que tienes?
Para mi mayor asombro Pipo se paró a la zurda, cuando toda la vida y en todo lo tenía por derecho. Los dos primeros lanzamientos (tras un par de bolas) fueron strike y foul; el tercero ha sido el instante deportivo afectivo más emocionante de mi vida. Le conectó un batazo de tales dimensiones que la pelota se hizo un puntico rumbo al horizonte… un fly que nunca había visto batear; cierto que es un terrenito pequeño, de apenas 200 pies, pero la cerca estaba entonces tras una cortina de pinos altísimos, y la bola salió por encima, pasó la calle, la pista de atletismo y fue a dar a unos edificios (suponemos, pues se nos perdió de vista) que están más allá. Claro que todos los niños saltaron a abrazarlo; yo me quedé inmóvil en las gradas, no podía creer ni las dimensiones del batazo ni que Pipo fuera zurdo, tal batazo no daba margen a la duda. No sé si el hombre estaba más desconcertado que yo; el caso es que tuvo que felicitarlo y en ese momento fue que “El viejo Rey” le contó al intrépido retador que salvo jugando al taco, y en algunos juegos de práctica en terrenitos como ese, nunca bateaba a la zurda, pues realmente no es ambidextro, solo derecho. El hombre no le quizo creer (no podía). Entonces, Rey, le pidió un nuevo lanzamiento, ahora a su mano, y le conectó un lineazo que retumbó en el muro del jardín izquierdo y llegó el rebote hasta le media luna.
Si con la pelota lo mío era obsesión, con la pesca la cosa ya era desquiciante, hasta dormido una vez cogí un pargo. Fui sonámbulo en la madrugada hasta la cama de mis padres mostrando mi almohada en lugar del peje. Pipo (esta vez era él quien quedó atónito) me preguntaba una y otra vez dónde estaba el pargo del que le hablaba, que se lo mostrara y yo cada vez más alterado le repetía “míralo, míralo, míralo” era obvio; a pesar de no ver más que una almohada en mis manos y ante tanta insistencia me dio un sabio consejo: Bueno, ve y acuéstate a ver si coges otro.
Nada como aquellas pesquerías de orilla. Era como ir de guerrilla, con una javita cada uno, una libra de pan y queso crema o una tortillita, dos pomos de agua, un pomito de café, los carretes y una lona para tirarnos en el arrecife. Salíamos tras el almuerzo, hacia Piedra alta, o el llamado Caribe, por allá por los pozos de petróleo de la vía Blanca rumbo a Santa Cruz del Norte.
Íbamos hasta la Habana Vieja, cerca de la terminal de trenes, allí cogíamos la ruta 70. Cuando, tras una media hora de viaje, la guagua salía de Rincón de Guanabo, todo se tornaba carretera y costa, y ya el corazón me saltaba. Cuando bajábamos de la guagua y quedábamos los dos ante la inmensidad del azul marino, Pipo gritaba: ¡El pesquero, cojones!
Llegábamos, sobre las 4 o las 5 de la tarde; tirábamos la lona, preparábamos la “chismosa” (botella con luz brillante y una mecha de estopa para iluminarnos) a encarnar y a tirar. Había días que cogíamos más, otros menos, algunas veces nos íbamos en blanco, pero estábamos solos mi padre y yo con la naturaleza. A la noche, tras comer algo, el nylon de pesca quedaba enroscado en una lata de leche vacía, como alarma por si picaba algún pez. Y entonces, era todo oscuridad menos la tenue luz de la chismosa, o si había buena luna, o las estrellas decían de cielo despejado. Lo mejor era que nos acurrucábamos, buscando el rinconcito entre el diente de perro, y el viejo contaba historias del tiempo, de sus años mozos, o sencillamente algo de filosofía natural para nuestras vidas. Hubo días también de lluvia y esos nos estrechaban más. Mi padre entonces era el mundo, totalmente.
Los amaneceres eran lo más sublime para el alma divertir, como dice el son; el día comenzaba a esbozarse en matices de colores desde la oscuridad casi plena; los pájaros empezaban a rondarnos, y los cangrejos a salir, el mar regularmente a esa hora sereno, y siempre lleno de misterios, bajo el agua otro mundo.
Nunca hubo tanto cariño concentrado en las horas como en aquellas de pesquería, algo que comprendí mucho mejor cuando –ya faltándome él- me tocó ocupar su lugar lanzando el cordel hacia la suerte marina. El tiempo se va llevando también estas cosas, borrándolas poco a poco como erosión de las olas; suerte que el mar sigue siendo el mismo testigo, aunque otros serán los protagonistas y las historias tengan variaciones.
En mi caso, quedó además esta canción.
Mañas de viejo pescador
Autor:
Fidel Díaz
|
Viejo, qué bien sabían tus palabrotas
cuando el azul desataba la expansión,
cuando el salitre era una miel para las bocas.
Viejo, que niño tan feliz fui entre las rocas
animando cangrejos, caracoles…
con juguetes de estrellas
madrugando entre tus botas.
Viejo, aquel anzuelo voraz tú lo inventabas
para sacar discusiones con los peces
para darme un rincón en tu morada:
morada, donde no entraban modas ni intereses.
Viejo, pescar o no pescar no te importaba:
solo se atrapa la ternura que se vierte,
fuimos dueños de todo y de la nada.
De la nada: el arte era esperar siempre la suerte.
Viejo, vuelve a caer la tarde junto al mar,
Ahora soy tu heredero universal:
llevo la boina de Octubre de amuleto.
Viejo, las olas siguen barriendo los secretos.
Ahora me toca a mí filosofar.
Soy fantasma que arrulla en tu lugar:
con el truco del pez duermo a tu nieto.
cuando el azul desataba la expansión,
cuando el salitre era una miel para las bocas.
Viejo, que niño tan feliz fui entre las rocas
animando cangrejos, caracoles…
con juguetes de estrellas
madrugando entre tus botas.
Viejo, aquel anzuelo voraz tú lo inventabas
para sacar discusiones con los peces
para darme un rincón en tu morada:
morada, donde no entraban modas ni intereses.
Viejo, pescar o no pescar no te importaba:
solo se atrapa la ternura que se vierte,
fuimos dueños de todo y de la nada.
De la nada: el arte era esperar siempre la suerte.
Viejo, vuelve a caer la tarde junto al mar,
Ahora soy tu heredero universal:
llevo la boina de Octubre de amuleto.
Viejo, las olas siguen barriendo los secretos.
Ahora me toca a mí filosofar.
Soy fantasma que arrulla en tu lugar:
con el truco del pez duermo a tu nieto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario