Fidel es un país

Fidel es un país
____________Juan Gelman

sábado, 16 de junio de 2012

El Diablo en Somos Jóvenes No 18

 La oscuridad parpadea en tono rojizo, señal que pronto el horizonte despertará a las almas. Voces y trinos romperán este silencio de leve oleaje, donde extiendo trazos —casi ilegibles— sobre una hoja amarillenta que serán, en el ahora en que lees, señales de amor con olor a la tinta de imprenta. ¿Qué hago tanteando en las brumas? Solo buscarte, entre los posibles desencuentros. Siempre cabe —como la esperanza de que amanezca— la posibilidad de que hagas armonía espiritual con...  
El Diablo Ilustrado 

La mayoría de las personas son como alfileres: sus cabezas no son lo más importante, escribió Jonathan Swift, lo cual, traducido en el lenguaje popular viene siendo algo así como llevar la cabeza para usar pelo. Belleza y felicidad vienen de adentro y allá los que ignoren que le camino de la vida está en el cultivo de la inteligencia. Dijo Kepler que la vista siempre debe aprender de la razón, porque sin duda, a ver se aprende y en la medida en que un ser es capaz de formarse, bebiendo de la savia de la humanidad, su visión se ensancha, su espíritu le permite ver en otra dimensión mas honda lo que le rodea, cosa que el empeñado en ser ignorante no puede ni sospechar, de ahí aquello de que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y no quiere, más que por intención, por ignorar su ignorancia.
Cada cual tiene la oportunidad de darle dimensiones a su mundo: quien tiene como máxima aprender, en esa medida lo ensancha; quien se encierra en la banalidad y no abre las puertas de las artes, la historia, la ciencia, el deporte, la sociedad, en fin, quien no se asoma a la experiencia humana —más allá de lo material inmediato— estrecha su ciclo vital, en ese desperdicio de los días, hasta sentirse asfixiado entre cuatro paredes cada vez más estrechas.
Dijo Aristóteles que hay la misma diferencia entre un sabio y un ignorante, que entre un hombre vivo y un cadáver. Lo peor de esta dura verdad es que hay quienes viven muertos y no lo saben, como diría el poeta pasarás por la vida sin saber que pasaste. Cuántas veces no habrás topado con alguien que expresa: ¡imagínate, no hay nada que hacer! Y... ¿ciertamente, no hay? Quien tiene alma elevada, por el contrario, no encuentra el tiempo para todo lo que quisiera: visitar un museo, ver una obra teatral, leer un buen libro, disfrutar un evento deportivo, informarse del acontecer mundial, escuchar música, caminar por las calles de cualquier pueblo o barrio. Claro está que esto puede ser terriblemente aburrido para quien no sabe la infinidad de placer que espera en estas y muchas otras cosas, porque hay que tener espíritu para verlas. Para quien desconoce de historia o arquitectura, un museo o las casas del pueblo no dicen nada, son mudas paredes. Para el ser culto —y en la medida en que lo sea— una sencilla caminata se convierte en un ilimitado deslumbramiento, en un constante hallazgo de enigmas que cuentan los muros y portales que son las huellas de los siglos. Para el desinformado las noticias son ruidos, para quien no tiene cultura musical una obra de Bach, Matamoros, Bola de nieve, Silvio Rodríguez, Leed Zepelin o Luois Amstrong, son sonidos ajenos, incomprensibles, o quizás hasta obsoletos, pues reducido a conceptos comerciales de que lo bueno es lo nuevo, se ha habituado a sonoridades ligeras, repetitivas, desconociendo que lo bueno es lo bueno, sea nuevo o no, pues lo bueno es siempre nuevo. La historia de la humanidad es inapresable por un ser, no basta una existencia para sondearla, por ello es ilimitadamente rico el caudal de experiencias que nos depara, solo hace falta tener adentro la sed de respuestas para lo cual el único requisito es hacerse preguntas.                   

4 comentarios:

  1. Ilustrado:

    Aun en la aparente oscuridad hay muchas almas despiertas, muchas que no duermen completamente, sino que duerme-velan y ese parpadeo que vislumbras en tonos rojizos no es realmente el despertar de las almas, es su creciente actividad porque ellas siempre se mantienen despabiladas, alertas, al acecho de todos esos fantasmas que deambulan hasta en la más aparente oscuridad, en aparente lejanía. Cuan reconfortante es saber que me buscas, pero, no pienses en desencuentros, te convido a que te alientes pensando que son cortos extravíos y que después breves vuelos nos concederán nuevamente la cercanía de la fraternidad. Me reconforta esta certeza: siempre habrá encuentros y cada uno ensanchará mis conocimientos.

    Ahora te leía y razono que pasa el tiempo y puede que envejezcan muchas cosas y hasta conceptos pero la significación de la necesidad de ampliar saberes que nos dan vida, nos la enriquecen, embellecen y nos dan la posibilidad de abrirnos caminos, no caducará.

    Cuan admirable será siempre la persona con la que podamos sentarnos a compartir y de él o ella podamos nutrirnos, que nos aporte algo que nos haga recordarle más tarde cuando nos apropiemos y podamos hacer uso de ese conocimiento que nos legó.

    EDI, tú citabas que Belleza y felicidad vienen de adentro y allá los que ignoren que el camino de la vida está en el cultivo de la inteligencia. Esa frase me remite a otras de nuestro Apóstol en carta a María Mantilla que me inculcaron en la infancia y hoy le repito casi a diario a mis hijos, aunque no textualmente, si con muchos ejemplos, comentándoles de la que tienen que agenciarse a fuerza de estudios, de ampliar su cultura para lograr lindeza del alma, siempre por encima tanto de la belleza física que poseen como la que se pueden propiciar con vestuarios y accesorios: “quien siente su belleza interior, no busca afuera belleza prestada”...“quien tiene mucho afuera, tiene poco adentro y quiere disimular lo poco”. También me hace recordar algo que leí, guardé y te hago llegar de esa niña grande, cubanísima que es Dora Alonso, poetisa, narradora, periodista de la debemos estar orgullosos los cubanos de contar entre nuestros autores. Lecturas como esta que te propongo, aparentemente para infantes me hacen pensar y crecerme.

    Recréate con ella como lo hice yo. Ojalá los seguidores de tu blog mantengan sus niños aun dentro, ese que les permitiría ver como al Principito a su ovejita dentro de la caja que le dibujara el piloto por allá por el desierto del Sahara, donde se encontraron en aquella oportunidad en que el niño apareciera venido desde su asteroide y el aviador sufriera la avería en el motor de su avión, entonces, la disfrutarán también.

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  2. Carta Autobiográfica al patico feo

    Querido patito:

    Te debo esta carta desde hace muchísimos años: tantos, que entonces yo leía solamente libros dedicados a los niños y usaba en la escuela las cuentas de madera de un ábaco.

    Por aquella época, el pueblo donde yo vivía era tan chiquito que con cuatro aguaceros se inundaba; cosa que las ranas aprovechaban para celebrar su festival de coros, dirigidos por Casilda, nuestra antigua conocida de Cantel. Durante esos días, el vecindario se animaba, los niños no perdíamos ninguno de los conciertos y las ranas de mi pueblo se hacían célebres.

    Mi casa, de madera y techo de tejas, era muy espaciosa. Contaba con patio y traspatios y muchos árboles y flores. A la sombra de los árboles y ante el pasmo de gallinas y gallos, abría el pavorreal su cola de abanico, graznaban gansos, volaban palomas y trinaban pájaros. Pero mis preferidos eran otros: Miguelín, un cernícalo que adopté al caerse del nido, y el conejo Alfredo Molina.

    Miguelín vivió siempre bajo el alero del corredor y, al crecer, resultó un camorrista desorejado. Aun estando harto, se lanzaba como un pirata contra lagartijas y guayabitos, sin hacer el menor caso a mis reprimendas. Miguelín sólo respetaba al gato. En cuanto al conejo, tenía muy buen carácter. Su gran debilidad se manifestaba ante una hoja de col: al recibirla pegaba tales saltos y triplesaltos que, más que un conejo, el joven Molina resultaba un gimnasta.

    Quiero señalarte, patito, que yo era una niña fea. Cosa de suma importancia en esta historia. Me miraba al espejo de mala gana, pues, enseguida, aparecían en él mi nariz pecosa, el pelo, más que lacio, alicaído, y una figura delgaducha, desteñida, sin gracia, para la cual no valían galas ni modas.

    La belleza, patito, es un precioso don de la naturaleza. Quien la posee parece llevar una luz que a todos encanta. De ella sólo recibí el leve destello de un fósforo.

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  3. Por todo lo expuesto comprenderás que yo era una muchachita triste, tímida y acomplejada; si bien trataba de ocultarlo al mostrarme risueña e indiferente. Emulaba con Miguelín, apelando al engaño de aparentar desenvoltura y formas de aventajado camorrista.

    Para mantener tan vigorosa personalidad y en el intento por hacerme respetar, hasta donde fuera posible, de los burlones de la escuela y el barrio, aprendí a manejar el tirapiedras con igual destreza que manejara Robin Hood el arco y las flechas; a trepar a los árboles ágilmente y segura como un camaleón y, sobre todo, a sobresalir como lanzador en el equipo infantil de pelota. Lo que, en aquella lejana época y tratándose de una mujercita, dejaba boquiabiertos al resto de los jugadores, varones todos. Debo agregar que cabalgaba como un vaquero, ya que mi familia era gente de ganadería, y casi toda formada por excelentes jinetes.

    Ya declaré la verdadera razón de semejante cartel de arrogancia, patito. Servía para encubrir mi apocamiento al conocer, desde muy temprano, que mi presencia despertaba la risa de los compañeros de escuela y de juegos, y un insufrible sentimiento de lástima en los mayores. Para sentirme en paz, buscaba casi todo el tiempo la compañía de los animalitos y los árboles. Ellos parecían no dar importancia a mi enclenque figura, mis larguísimas piernas de flamenco, mi voz ronca, mi carita fea... Me querían por mi leal apego: les daba de comer, los regaba, inventaba para ellos fabulosas historias que parecían escuchar respetuosos y entretenidos. Sin contar que, más bravía y resuelta que el cernícalo, siempre estaba dispuesta a defenderlos de quienes los maltrataran. Viejos y serviciales arrenquines, potros briosos, puerquitos, terneros y cabras, además de cuanto bicho con plumas habitaba el patio, me tenían por uno de los suyos.

    Tal como lo describo eran las cosas para mí, cuando, al cumplir mis diez años y entre otros regalos, recibí un libro de cuentos. Uno de ellos refería la historia de un patito, feo como yo; amargado, como yo. ¡Tan sin nada los dos, patito! Decía el cuento que, junto a mamá-pata y sus lindos hermanitos, el pequeñuelo soportaba la pena de su fealdad. Al saberse motivo de burlas y bromas pesadas, recurría a la fuga para refugiarse en el campo y allí se amigaba a las codornices y a algún anciano buey sabio y comprensivo.

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  4. La lectura de esa narración, que realizaba instalada a mis anchas en las ramas cercanas a la copa de un añoso tamarindo, me hizo cavilar por tratarse de un caso que me afectaba directamente, y formularme una pregunta: ¿Por qué, dentro y fuera del libro, nadie parecía entender algo tan sencillo como que tanto el patito como yo no habíamos escogido nuestro lamentable aporte al ornato del mundo? Éramos feos, sin derecho a cambio o devolución, lo que se me figuraba una gran injusticia. Y lo peor: ignoraba a quién debíamos reclamar o cargar la culpa del desaguisado.

    Mientras leía el cuento y razonaba de esa forma, lloraba a lágrima viva. Tu pena, patito, era la mía y te acompañaba y sufría contigo. Pero algo cambió al llegar al final del relato; al saber de qué modo dos grandes, bellísimas alas blancas te elevaron sobre el corral hasta situarte en el espacio azul, entre la luz más pura. Sentí con ello, pequeño amigo, algo suave y dulce penetrar en mi pecho y sosegarlo. En ese instante -nunca lo olvidaré- surgió en mí, con el deseo impetuoso de obtener tu misma suerte, mi primera esperanza.

    Todavía mi memoria recoge la emoción de aquel nuevo sentimiento. Una idea seguía a la otra y presentí confusamente que toda ayuda debía esperarla de mí misma, de mis propias fuerzas y sin huir ni avergonzarme. En lo alto de mi silvestre lugar de lectura me afirmé en el propósito de hacerme valer, pese a mis muchas desventajas, entre los venturosos elegidos de la belleza. A los diez años comenzaba a entender lo que hoy afirmo: La vida es generosa y a todos ofrece cabida, caminos y horizonte, siempre que no perdamos el valor o no nos falle la voluntad.

    Aquel día, al cerrar el libro, bajar del tamarindo y tomar tierra, me sentí otra. Lejos de atormentarme y sufrir por lo que no estaba a mi alcance componer o disimular, me dediqué a observar todo lo hermoso y bueno que iba descubriendo a mi alrededor, para luego tratar de describirlo en mi cuaderno escolar. Así llegué a muchacha, con la aspiración de ser escritora -que es otra manera de volar-, y, a pesar de no poder hacerlo bien al principio, no cejé; seguí adelante con firmeza y valor, sobreponiéndome a las muchas dificultades que hallara en el largo camino de los años.

    Hoy, patito, creo ser una escritora hecha, aunque no muy derecha ya, que te escribe, recuerda y agradece de todo corazón.

    Dora Alonso

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